S. AGUSTIN Y LAS MUJERES
lunes, 11 de febrero de 2013
S. AGUSTÍN Y LAS MUJERES
I
ENTORNO
FAMILIAR Y SOCIAL
NOTA
ACLARATORIA: El presente texto, liberado del aparato documental, corresponde a los
capítulos I y VII de mi obra Filosofía de
S. Agustín, Ed. BAC, Madrid 2012.
1. Problemas de infancia
La
múltiple problemática humana que plantea el pensamiento de S. Agustín y su
repercusión en la civilización occidental requiere una aclaración previa sobre
el significado de su vida personal. Si en algún caso resulta casi imposible
justipreciar el valor de unas ideas sin tener en cuenta el desarrollo de la
infancia y juventud del autor, este es S. Agustín. Por otra parte, S. Agustín
ha sido siempre paño de lágrimas de espíritus atribulados. Le han invocado
hasta las prostitutas y los homosexuales como a su propio abogado defensor.
Otros, por el contrario, le han acusado de rigorista y aguafiestas de la
legítima felicidad humana en este mundo. ¿Fue S. Agustín el prototipo de
adolescente y joven mujeriego explotador de los manjares del sexo, que a fuerza
de catarlo todo llegó a un envidiable grado de autorrealización personal? O,
como otros parecen dar a entender, ¿fue una gota de vinagre en el festín de la
felicidad humana legándonos una moral rigorista e intransigente? Las siguientes
consideraciones pueden ayudar a deshacer estos malentendidos y no pocas
exageraciones.
Agustín
desconoció la auténtica vida de hogar a causa de las diferencias de edad y de
formación de conciencia de sus padres. Patricio, el padre, era pagano de
solemnidad y provecto. Mónica, su madre, joven y cristiana, capaz de soportar
todo hasta la misma condición de inferioridad en que por aquella época eran
tenidas las mujeres. Él, habitualmente infiel, cariñoso, colérico y feroz en
extremo. Este es el retrato sintético que Agustín hace de su padre. Ella, en
cambio, es descrita como mujer piadosa y sencilla, el prototipo de esposa que
perdona al marido toda suerte de injurias e infidelidades matrimoniales con la
esperanza de ganarle algún día para la causa cristiana siguiendo el consejo de
Pablo de Tarso a las esposas de maridos paganos. Jamás le gritó ni le hizo
reproche alguno fuera de tiempo, evitando así venganzas y represalias. Gracias
a este comportamiento caritativo, explica S. Agustín, evitó su madre muchos
altercados en casa y no ser maltratada como lo eran otras mujeres amigas suyas,
que tenían maridos menos iracundos y brutales.
Parece
ser que durante la primera época de casados la chismorrería de unas criadas
provocó antipatías en la suegra de Mónica. Pero ésta no se alarmó lo más mínimo
ya que estaba segura de su honestidad y dejó que las cosas se aclarasen por sí
solas con el paso del tiempo. Cuando la suegra descubrió la intriga de que
había sido víctima se vengó de las chismosas criadas pidiendo a Patricio que
las propinara una soberana paliza, modo entonces corriente de tratar a las
mujeres. S. Agustín destaca el hecho de que algunas de las amigas íntimas de su
madre llevaban a veces las marcas de los golpes recibidos de sus maridos. Por
estos pocos detalles se aprecia fácilmente que el ambiente hogareño respirado
por el niño Agustín tenía poco de envidiable, si excluimos los quilates
femeninos de su madre. La presencia en casa del padre infiel,
temperamentalmente inestable y afectivamente poco o nada ejemplar son
circunstancias psicológicamente demoledoras para cualquier niño y en esto S.
Agustín no fue una excepción entre sus contemporáneos.
2. Víctima de una pedagogía injusta
Infeliz
en casa, no fue más dichoso en la escuela. Allí las influencias negativas del
padre eran de algún modo contrarrestadas por las virtudes de la madre. En la
escuela, en cambio, la disciplina era tan implacable que hasta los ateos
invocaban a Dios pidiendo misericordia. Tal rigorismo escolar era normalmente
aceptado hasta el punto de que los mismos padres de los alumnos chanceaban comentando
los tormentos a que eran sometidos los niños por sus maestros. No sin amarga
ironía compara S. Agustín los motivos por los que sádicamente se le maltrataba
con los pésimos ejemplos recibidos de sus profesores de infancia, siempre
impunes bajo el pretexto de negocios y de toda suerte de disculpas, que no
convencían a persona alguna razonable, y menos aún justificaban que se
desahogaran brutalmente amargando la vida de los pequeños escolares. Los malos
ejemplos de los mayores, incluidos los de su padre, encontraban siempre alguna
justificación, de lo cual S. Agustín se queja amargamente. No hallaba él
proporción entre las culpas y las penas, ni entre las faltas de los niños tan
terriblemente castigadas y los pecados de los mayores, injustamente impunes. De
ahí que, siendo aún niño, escribe textualmente: “Comencé a invocarte como a mi
refugio y amparo, y en tu vocación rompí
los nudos de mi lengua, y aunque pequeño, te rogaba ya, con no pequeño afecto,
que no me azotasen en la escuela (…) se reían los mayores y aún mis propios
padres, que ciertamente no querían que sucediese ningún mal de aquel castigo,
grande y grave mal para mí entonces (…) Por ventura, Señor, ¿hay algún alma tan
grande unida a Ti (…) que desprecie los potros y garfios de hierro y demás
instrumentos de martirio y se reían de ellos (…) como se reían nuestros padres
de los instrumentos con que los niños éramos afligidos por nuestros maestros?”
Todo esto contribuyó a que llegase a sentir una
repugnancia inconfesable hacia el griego. Siempre que surge la cuestión de su aversión al idioma heleno evoca
aquel pánico escolar que amargó su
infancia. Más que el estudio del griego
en sí eran los maestros el verdadero objeto de su repulsa, ya que desde el principio le instaban
con crueles castigos. A todo lo cual contrapone S. Agustín la eficacia pedagógica de la ausencia del miedo y la
presencia del cariño en la vida del
niño en edad escolar. Se aprende mejor con
cariño que con palos, por amor que por temor. A él, sin embargo, se le forzaba a saber griego antes
de que nadie se lo hubiera enseñadlo.
“¿Cuál era la causa -escribe textualmente- de que
yo odiara las letras griegas,
en las que siendo niño era imbuido? No
lo sé; y ni siquiera ahora mismo lo
tengo averiguado. En cambio, me gustaban las letras latinas con pasión, no las que enseñaban los
maestros de primaria sino las que
explican los gramáticos; porque aquellas primeras, en las que se aprende a leer,
escribir y contar no me fueron menos pesadas y enojosas que las letras griegas”.
Y poco después
insiste: «Pues ¿por qué odiaba yo entonces la gramática griega, en
la que tales cosas se cantan? Porque también Homero es perito en tejer fabulillas
y deliciosamente vano,
aunque para mí de niño fue bien amargo. Yo creo que igualmente les será
Virgilio a los niños griegos cuando
se les apremie a aprenderle como a mí a Homero. Y es que la dificultad de tener que aprender completamente una lengua extraña era como una hiel que rociaba
de amargura todas las dulzuras
griegas de las narraciones fabulosas.
Porque todavía no conocía yo palabra
de aquella lengua, y ya se me
instaba con vehemencia, con crueles terrores y castigos a que la aprendiera. En cambio, del latín, aunque siendo todavía infante no sabía tampoco ninguna,
sin embargo, con un poco de atención
lo aprendí entre las caricias de las
nodrizas, las chanzas de los que se reían y las alegrías de los que jugaban, sin miedo alguno al
tormento. Lo aprendí, digo, sin el grave apremio del castigo, acuciado únicamente por el corazón, que me apremiaba a dar
a luz sus conceptos, y no hallaba otro camino que
aprendiendo algunas palabras no de
los que las enseñaban, sino de los que
hablaban, en cuyos oídos iba yo depositando cuanto sentía». Como consecuencia de todo esto, en el
libro tercero De Trinitate, ya en el prólogo, confiesa
modestamente que no se encontraba familiarizado con el griego para poder leer y entender los libros publicados en
dicho idioma, por lo que no le
quedaba otra alternativa que servirse de traducciones.
3. Crisis de adolescencia
A una
niñez afectivamente mal nutrida y recargada de pésimos recuerdos escolares se
sumaron otras circunstancias negativas, tales como la necesidad de volver a casa
abandonando los estudios en Madaura por falta de recursos económicos, y la explosión de la pubertad por este
mismo tiempo. El problema económico se resolvió gracias al empeño de sus padres por enviarle a Cartago y la
ayuda material del filántropo
Romaniano, el cual le proporcionó alojamiento
y subvención para la carrera.
Aquel año de paro escolar y de
preparativos para llegar a Cartago fue para él psicológicamente desastroso.
Sin control, ocioso y en
plena efervescencia puberal, pasaba sus mejores horas con bandas de
mozalbetes iniciándose en los malos hábitos sexuales. Él mismo llega a
confesar que no dejó de
experimentar nada de cuanto sus impulsos eróticos le inspiraron hasta con el amor propio de
no ser menos que los demás. «Porque hubo un
tiempo de adolescencia -escribe- en que
ardí en deseos de hartarme de las
cosas más bajas, y osé envilecerme con diversos y sombríos amores; y se marchitó mi hermosura, y me
volví podredumbre ante tus ojos por
agradarme a mí y desear agradar a los ojos de los hombres». Y continúa
en el mismo capítulo: «Y qué era lo que me
deleitaba, sino amar y ser amado? Pero no guardaba modo
en ello, yendo de alma
a alma, como lo pide la amistad, sino que del fango de mi concupiscencia carnal y del manantial de la
pubertad se levantaban como unas
nieblas que oscurecían y ofuscaban mi
corazón hasta no discernir la serenidad de la dilección de la tenebrosidad de
la libídine. Uno y otro abrasaban y arrastraban
mi flaca edad por lo abrupto de mis apetitos y me sumergían en un mal de
torpezas».
El ambiente que reinaba en su casa no le
favorecía en orden a
superar felizmente la crisis de adolescencia. Patricio, su padre, hacía mal papel pedagógico y ello contribuía más a que Agustín se lanzara a la búsqueda desesperada de compensaciones afectivas por la vía de
la auto-gratificación sexual. Tenía
16 años de edad y comenzaba su gran crisis humana. Como queda dicho, pedagógicamente
poco o nada tenía que esperar de su padre. Una anécdota curiosa a este respecto podía ser la siguiente en palabras del propio S. Agustín: “Se elevaron
entonces sobre mi cabeza las zarzas de mis lascivias, sin que hubiera
mano que me las arrancara. Al contrario,
cuando cierto día me vio mi padre en
el baño revestido de cierta adolescencia
y gozara ya pensando en los nietos, fue
a contárselo alegre a mi madre”. Su
madre, previendo lo que podría suceder en el futuro, le aconsejó prudentemente que, por lo menos,
respetara a las mujeres casadas.
4. Ambiente social malsano
A nivel eclesial la
mentalidad de aquella época en el norte de África era que había que tolerar por
principio todo género de libertades en materia de
conducta antes de conferir a nadie el bautismo por los graves compromisos que éste lleva consigo. Esta mentalidad pedagógica
fue poco a poco revisada por la Iglesia, pero al joven Agustín se
le aplicó rigurosamente. S. Agustín
no la consideró nunca aceptable y
habla con pesadumbre y amargura por haber
experimentado en su propia carne las consecuencias negativas que se derivan de ella.
En otro
orden de cosas hay que mencionar aquí el ambiente reinante en la ciudad de
Cartago y en el teatro romano en general. “Llegué a Cartago, dice, y por todas
partes crepitaba en torno mío
un hervidero de amores impuros”. Resuelto el problema económico con la ayuda de Romaniano,
marchó a Cartago primero en calidad de estudiante. Más tarde volverá como profesor,
huérfano ya de padre y tras una breve docencia en Tagaste, su ciudad natal.
Por aquel tiempo
Cartago, a juicio de S. Agustín, era una ciudad pagana y éticamente
corrupta, especialmente en
las atracciones públicas y lugares de diversión social. La verdad es que en el fondo y
a la luz del sano juicio
aquellos macabros espectáculos públicos le resultaban insoportables.
«También yo -escribe- asistía alguna que otra vez en mi mocedad a los juegos y
espectáculos sacrílegos;
contemplaba a los luchadores como endemoniados; oía a los ejecutores de sinfonías, me
holgaba con los infames juegos celebrados en loor de los dioses y diosas, de la virgen
Celeste y de Berecintia, madre de todos ellos. Ante la litera de ésta
los más ruines histriones el día solemne de su ablución cantaban tales obscenidades
cuales no sería decoroso que las oyera, no digo
la madre de los dioses, sino la madre de
cualquiera de los senadores, ni siquiera
la madre de los mismos histriones. Tiene un no sé qué el pudor humano para con los
padres, que ni aun la misma depravación lo puede quitar. Los mismos
histriones se avergonzarían de
representar en sus casas, a modo de
ensayo, aquellas torpezas en dichos y hechos en presencia de sus madres, pero las representaban en público
delante de la madre de los dioses. Y
las contemplaba y oía una densa multitud de ambos sexos». «Me
arrebataban -dice en otra ocasión- los espectáculos teatrales, llenos
de imágenes miserables y de
incentivos pasionales».
Siendo profesor en
Cartago lamentaba que a su amigo Alipio los juegos circenses le tuviesen sorbido el
seso. Igualmente lamentó los
espectáculos de los gladiadores. En medio de este ambiente llegó en su interior al
borde de la
desesperación humana. Se aborrecía a sí mismo y maldecía su suerte. Rechazaba
ya la seguridad y las sendas sin peligro, poseído por una psicosis de aventura y
alienación. Vacío,
angustiado y abúlico se servía del teatro como de una droga. En tal estado de
ánimo lo único que le apetecía era buscar sensaciones y abrazar cuerpos. No era
capaz de superar la experiencia del amor estrictamente carnal. Hundido en un
mar de amargura, celos, susceptibilidades, sospechas y rencores
trataba en vano superarse y buscar la paz personal. Tal era su triste situación
interior o estado de ánimo en medio de aquel ambiente corrompido de la llamada
«Cartago de Venus».
5. Sentido de
responsabilidad
A pesar de todo Agustín no fue el
joven vicioso que a veces se nos pinta. Detrás de sus debilidades
juveniles se descubre una gran nobleza de espíritu. Nos hallamos ante un joven
falto de auxilios morales
y de un ambiente hogareño y social propicio para superar las crisis normales de la adolescencia.
En sus
equivocaciones jamás trató de auto-justificarse mediante el recurso cobarde a la
teorización del error, ni dejó de atizar el deseo básico de encontrar una
fórmula humana válida para
amar y sentirse honestamente apreciado. Reconocía limpiamente sus propios
errores y evitaba hacer daño a los demás. Según Vicente Rogatista, que le conoció en
Cartago, Agustín era un muchacho alejado de la fe cristiana pero
aplicadísimo en las clases y sumamente educado con los demás. En su
oficio de profesor procuraba por
todos los medios hacer buenos discípulos y no oradores
que emplean la oratoria contra la vida de los inocentes e indefensos. Desnutrido de auténtico
cariño, sintió dentro de sí la
necesidad natural de continuar buscando
amor de buena ley, incluso en los propios errores. Incierto intelectualmente e inseguro, no buscaba
una verdad cualquiera, sino la
absoluta y definitiva, dispuesto siempre
a abandonar cualquier convicción en nombre de una verdad segura y objetivamente convincente. El respeto y cariño que siempre profesó a su madre, la
comprensión con las debilidades
humanas de su padre, sus relaciones con la que compartió el lecho durante nueve años y le dejó un hijo, así como la prontitud para escuchar a
cualquiera que pudiera aportarle
alguna ayuda moral, son hechos tras de los
cuales se percibe la grandeza humana del joven e inquieto Aurelio Agustín.
6. Cuatro mujeres en la vida de Aurelio Agustín
La vida de S. Agustín está impregnada de la feliz
influencia de Mónica, su
madre. Sobre esto no caben dudas sustanciales. El propio S.
Agustín se definió a sí mismo como «hijo de las cotidianas lágrimas de su
madre». «Ella me parió a la luz temporal y en su corazón a la eterna». Ella fue quien desde niño grabó en su mente el nombre de
Cristo, que habría de convertirse
después en el puerto de salvación de
su vida. «Este nombre lo había yo por tu misericordia, bebido, Señor, piadosamente con la leche de mi
madre y lo conservaba en lo más profundo del corazón». Recordando
la edad de los dieciséis años, cuando empezaron sus grandes luchas internas, llega a decir que Dios
le hablaba por boca de su propia madre. Ella fue quien le
aconsejó con gran tacto pedagógico que cuando le viniera la tentación de abusar de alguna mujer, se acordara de que
también su madre era una mujer
casada. No disimuló ciertas debilidades
maternas, tales como el no haberle bautizado cuando era pequeño, algunas prácticas piadosas poco
sólidas arrastrada por las costumbres
locales y que a él le causaban la
impresión de beatería. Cuando decidió marchar a Roma y después a Milán alguien pudiera sacar la impresión de que
no fue correcto con su madre. Pero, vistas las cosas en su contexto y en su momento, significaría tanto como acusar de degenerado a un joven que hoy día se marcha
a trabajar al extranjero con la esperanza de correr mejor fortuna. De todos modos, ella le siguió los
pasos y él se lo reconoció y
gratificó después con creces. En el alma de Aurelio Agustín habían quedado grabadas las piadosas costumbres cristianas de su madre sin que él se
diera cuenta por mucho tiempo de
que el solo recuerdo del nombre de
Cristo, a quien ella tan cariñosamente invocaba, habría de servirle de asidero en los momentos más
lúgubres de su azarosa juventud.
Recordará siempre de modo especial
las plegarias y caricias de su madre junto al lecho cuando de niño estuvo a punto de morir: «No puedo
debidamente ponderar -escribe ya en
los años maduros- el amor que me
tenía y cuánto más ardiente era su solicitud por darme la vida del alma que la
que había sentido por darme la del cuerpo». Cuenta S. Agustín incidentes de la infancia de su
madre, que ella misma le habría
narrado con donaire. Como, por
ejemplo, que al sacar el vino de la cuba se acostumbró a echar siempre un sorbillo hasta el punto de
que alguna de las muchachas de
servicio la reprendió y tildó de borrachina.
En el relato agustiniano estas anécdotas rezuman cariño y ternura por doquier hacia su madre.
S. Agustín no se explicaba cómo, siendo su padre
temperamentalmente tan bruto y desequilibrado, logró su madre, no sólo
evitar las palizas que otras mujeres
recibían de sus maridos menos brutales, sino tolerar incluso las muchas infidelidades conyugales hasta conseguir que se bautizara y muriera como Dios manda. En
el retiro de Casiciaco el alma de aquella peña intelectual fue, sin duda
alguna, Mónica, su madre. La cual no
sólo se ocupaba del cuidado personal de todos ellos, sino que participaba activamente en las discusiones
filosóficas con indiscutible competencia, de lo que Agustín se sentía
profundamente orgulloso. Cierto día parece que las disputas en la finca de Verecundo se habían subido un poco de tono: «Entre tanto -escribe S. Agustín-, llegó
mi madre y preguntó qué pleito
habíamos tenido, pues ya estaba enterada
de todo. Mandé al estenógrafo que hiciera constar la intervención y la pregunta de ella. Pero qué
hacéis, dijo ella. ¿Acaso consta en los libros que leéis que las mujeres hayan tomado parte en semejantes discusiones? Me
importa un bledo, le dije, los
juicios de los orgullosos e inexpertos. Ellos no miran lo que son, sino cómo viven y
el brillo de su pompa y bienestar. Ni
indagan en el estudio de las letras
de qué cuestión se trata. Entre ellos no faltan algunos dignos de aprecio por su aspecto de humanidad. Los estimaron nuestros mayores, y sus libros,
por nuestra lectura, veo que te son
conocidos. Y por libros de doctísimos
autores sabemos que se han dedicado a la filosofía hasta zapateros. Porque las mujeres filosofaron entre los antiguos y tu filosofía me agrada
sobremanera».
Tras
indicar que el término filosofía es sinónimo de sabiduría, añade este significativo párrafo con relación a su madre: «Te excluiría de estas disputas, si no
amaras la sabiduría. Te admitiría en
ellas aun cuando tibiamente la amases;
mucho más al ver que la amas tanto como yo mismo. Más aun, como la amas más que a mí mismo, y yo sé cuánto me amas, y has progresado tanto en
su amor que ya ni te conmueve ninguna
desgracia ni el terror de la muerte,
lo cual es, por confesión de todos, la más alta ciudadela de la filosofía, por
esta causa yo mismo tengo motivos para ser discípulo de tu escuela. Aquí ella
dijo cariñosamente que nunca había
yo mentido tanto". S. Agustín
reafirmó en otra ocasión expresamente el magisterio
que su madre había ejercido sobre él y de lo cual se sentía orgulloso: «Creo y afirmo sin vacilación que por tus ruegos, querida madre, me ha dado Dios el
deseo de dedicarme a la búsqueda de la verdad como principal y supremo ideal de mi vida».
Por
último, dos palabras más sobre el comportamiento de S. Agustín en la muerte de su madre. «Juntos estábamos... y juntos regresábamos a África -escribe con
gran nostalgia-. Mas he aquí que
estando en Ostia Tiberina murió mi
madre». Narra él detalladamente cómo a los pocos días de haber tenido un precioso diálogo con ella asomados
al campo por una ventana de la
posada en Ostia Tiberina durante los
días de espera de una nave para
regresar a su patria africana, Mónica
enfermó y en una semana acabó sus días en este mundo. Él cerró cariñosamente los ojos controlando
las lágrimas en público hasta que
fue sepultada. He aquí algunos párrafos
que reflejan los sentimientos de un hijo bien nacido hacia su madre: «Cerraba yo sus ojos, pero una inmensa tristeza invadía mi corazón, y ya estaba a
punto de romper a llorar, cuando al punto mis ojos, al violento imperio de mi alma, resorbían su fuente hasta
secarla, padeciendo con esta
lucha de un modo insoportable». Recuerda que incluso el nieto Adeodato reprimió también sus lágrimas. Agustín no toleró llantos hipócritas durante el
sepelio y sí muchas oraciones jubilosas
mientras por dentro rumiaba un inmenso
cariño hacia su madre, más viva que nunca en su corazón, feliz por haber tenido
tal madre y dolorido por haberla perdido:
«Cierto es -escribe- que me llenaba de satisfacción el testimonio que
había dado de mí, cuando en esta su última
enfermedad, como acariciándome por mis atenciones con ella, me llamaba piadoso y
recordaba con grandes muestras de
afecto no haber oído jamás salir de mi
boca la menor palabra dura o contumeliosa contra ella. ¿Pero qué era (...) este honor que yo le había dado
en comparación de lo que ella me
había servido? Por eso, porque me veía
abandonado de aquel tan gran consuelo suyo, sentía el alma herida y despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola carne con la suya».
Sepultado el cadáver volvieron
todos a casa sin soltar una lágrima. Agustín tomó un baño y, abatido por el
cansancio, se quedó dormido. Pero al despertar y encontrarse sin su madre un raudal
de recuerdos maternos le inundó por dentro no pudiendo contenerse más: «Y
solté las riendas a las lágrimas -dice- que tenía contenidas, para que
corriesen cuanto quisieran,
extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi corazón; el cual descansó en ellas, porque tus
oídos eran los que allí se escuchaban, no los
de ningún hombre que orgullosamente
pudiera interpretar mi llanto» Descanse en paz, ella, que por amor a Jesucristo
perdonó en vida tantas infidelidades y
faltas de respeto a su marido hasta llevarle a las aguas bautismales y tanto
había llorado por su hijo desorientado en
la vida. Por todo ello y su bondad con la gente que la rodeaba bien merecía una
oración de sus amigos después de
muerta. Y esto es lo que S. Agustín termina pidiendo para su madre a cuantos leyeren estas páginas
de recuerdo. Una comprensión
defectuosa de la personalidad de S. Agustín durante su juventud ha hecho creer
a muchos que fue un cabeza rota y un mujeriego empedernido. De lo que termino
de decir, no obstante, parece más razonable pensar que la realidad fue otra más
cercana a las debilidades comunes a la mayoría de los humanos en análogas
circunstancias personales y sociales.
En
las Confesiones Agustín habla de
cuatro mujeres en su vida, de las cuales una fue su propia madre. Por consiguiente
sólo cabe hablar de vida íntima con tres de ellas. Apurando las cosas un poco más
todo hace pensar que
únicamente hizo vida sexual con dos. Y digo esto porque no cabe pensar que intimara con la niña
de diez años de edad, que se le prometía como futura esposa, ni que
anduviera con prostitutas. Los lugares en los que habla de sus malas costumbres
sexuales apuntan con
claridad al terreno psicológico de la auto-gratificación sexual rayando en la
adicción obsesiva. Por otra parte, hay que tener en cuenta el género literario que utiliza
para hablar de sus errores y el nivel de perfección humana desde el que se
juzga a sí mismo. Hay que tener presentes estas observaciones hermenéuticas
para evitar malos entendidos y exageraciones, más fruto de la imaginación que de la realidad descrita
en los textos agustinianos, que, por otra parte, son la única fuente autorizada sobre la cuestión. «Por estos mismos
años -escribe- tuve yo una fulana, no
conocida por lo que se dice legítimo
matrimonio, sino buscada por el vago ardor de mi pasión, falto de prudencia. Pero una sola, a la que guardaba la fidelidad del tálamo y en la cual
experimenté por mí mismo la distancia
que hay entre el amor conyugal pactado
con el fin de la procreación de los hijos y el amor lascivo, en el que la prole nace contra el deseo
de los padres, por más que, una vez
nacida, les obligue a quererla».
S. Agustín escribe este párrafo sin hacer
ningún menor comentario o aclaración de paso para tratar de otro asunto. Este enlace
sentimental tuvo lugar en el otoño del
371, cuando llegó a Cartago en calidad de estudiante. Su hijo Adeodato nació
probablemente en el verano del 372, año en que murió su padre Patricio. El caso de
Agustín con esta muchacha comenzó siendo lo que vulgarmente se llama «amontonamiento»
del que, pronto o tarde (más bien pronto), nace alguna criatura. Todo ello era
bastante lógico y comprensible en el joven Agustín en razón del ambiente social
en que le tocó vivir en Cartago, sin tener que recurrir al tópico manido de su
presunta mentalidad aviesa, siendo así que nunca perdió su carácter noble y
honesto a pesar de los momentos borrascosos de su vida. S. Agustín oculta
delicadamente el nombre de su compañera, reconoce que el hijo nació por descuido, pero también que el nacimiento del niño le ayudó a madurar
su personalidad mediante la guarda de
la fidelidad a la madre de aceptando
sin reticencias el fruto de sus entrañas con todas las responsabilidades inherentes a la crianza, educación y todo
género de obligaciones relativas a la paternidad. Tampoco oculta lo que de
esas relaciones extramatrimoniales aprendió sobre la diferencia existente
entre una auténtica vida matrimonial y la mera convivencia erótica con una mujer, por muy bien que salgan las
cosas. A medida que pasaba el tiempo
sentía con más imperiosidad la
necesidad de realizar un verdadero matrimonio. Pero ¿por qué no con la mujer que le había dado un hijo y tantas
responsabilidades tenía contraídas? Oigamos sus propias palabras: «Se me instaba
solícitamente a que me casara. Ya había hecho la petición, ya se me había concedido la demanda, sobre todo siendo mi madre
la que principalmente se movía en
esto, esperando que una vez casado
sería regenerado por las aguas del bautismo». Se comprende
que su madre tratase por todos los medios de «casarle», como vulgarmente
se dice, persuadida de que el matrimonio le
ayudaría a ser más responsable y a ordenar su vida. Lo que resulta chocante es que no se pensara en absoluto en la mujer con la que de hecho estaba
viviendo y de la que había ya nacido
un hijo. Hasta tal extremo de que: «Insistíase
en el matrimonio y habíase pedido ya la mano de una niña que aún le
faltaban dos años para ser núbil».
Descartada la madre de Adeodato había que
esperar aún dos años más, dado
que la niña o nueva prometida tenía sólo 10 y la edad legal para casarse era a partir de
los 12 cumplidos. Por otra
parte, Agustín tenía 32 años. Con ésta extraña perspectiva de
matrimonio a la vista rompió sus relaciones con la madre de su hijo Adeodato,
sin que hasta hoy alguien nos haya dicho la razón convincente de dicha ruptura,
lo cual le llevó a juntarse con otra mujer hasta que pasasen los dos años de espera. De esta segunda
amiga no dice ni una sola palabra. S.
Agustín se limita exclusivamente a constatar el hecho sin la menor alusión a
la clase de persona de que se trataba.
He aquí sus propias palabras: «Arrancada
de mi lado, como un impedimento para el matrimonio, aquella con quien yo solía partir mi lecho, mi corazón, sajado por aquella parte que le estaba
pegado, me había quedado llagado y
manaba sangre. Ella, en cambio, vuelta
a África, te hizo voto, Señor, de no conocer otro varón, dejando en mi compañía al hijo natural que yo
había tenido con ella». Y
añade: «Pero yo, desgraciado, incapaz de imitar a esta mujer, y no pudiendo sufrir la
dilación de dos años que habían de
pasar hasta recibir por esposa a la que
había pedido (porque no era yo amante del matrimonio, sino esclavo de la sensualidad) me procuré otra
mujer, no en calidad de esposa, sino
para sustentar y conducir íntegra o
aumentada la enfermedad de mi alma bajo la guarda de mi ininterrumpida costumbre al estado del
matrimonio. Pero no por eso sanaba
aquella herida mía que se había producido
al arrancarme de la primera mujer, sino que después de un ardor y dolor agudísimos se empezaba a corromper, doliendo
tanto más desesperadamente cuanto más
se iba enfriando».
¿Por qué esta ruptura? Nadie lo sabe a
nivel de pura historia humana. Lo que no puede decirse es que el joven Agustín fuera un
explotador de mujeres en el sentido corriente de la palabra. El
violador de mujeres es inhumano e infiel con todas. Aurelio Agustín, por el
contrario, guardó tal fidelidad a la madre de su hijo que ya la quisieran muchos casados para
sí. Forzado, además, a separarse de ella, la recuerda con un cariño
inefable y un impresionante sentimiento de admiración y gratitud por lo mucho que
con ella aprendió sobre el verdadero amor humano.
Destrozado por dentro por tan dolorosa y
extraña separación, nada de
incomprensible tiene el que en los momentos de mayor depresión y soledad sintiera la necesidad de tener al lado otra mujer. De los escritos de S. Agustín
no se puede deducir que haya
mantenido relaciones íntimas sexuales con más de dos mujeres. Y no al estilo de
un perverso mujeriego o degenerado
Don Juan, sino como un hombre solitario
e inquieto, pero noble, agradecido y, sobre todo, fiel y responsable para con ellas. Todo lo demás que se
diga al respecto son suposiciones y
ganas de buscar los tres pies al gato.
Respecto de la madre de Adeodato un
agustinólogo ha escrito sobre el texto arriba transcrito lo siguiente: «Nada más sabemos de esta
mujer. Agustín ha querido ocultarnos su nombre, dejándola en el
misterio. Dado el amor que Agustín le profesaba, no debió ser ni en sus dotes
físicas ni en sus
cualidades intelectuales y morales una de tantas mujeres. El último rasgo de su
vida, al verse desprendida del hombre que la había hecho madre y con el que
había compartido penas y
alegrías durante quince años, es verdaderamente heroico y digno de un alma grande y
nobilísima. Agustín tiene razón en
reconocerla en este momento muy superior
a él. En cuanto a las razones que pudo haber para una separación semejante, Agustín nada nos dice.
Las verdaderas responsabilidades
-dice Papini- de este duro proceder serán siempre para nosotros un
enigma. Nuestro sentido moderno se rebela
contra tan cruel medida, y preciso es
confesar que si los móviles fueron terrenos, semejante conducta no merece más que reprobación. Pero
Agustín no se acusa de falta en ello,
y a su relato debemos atenernos. Por otra parte, Mónica, aunque madre, y tan
madre como cualquiera, rayaba ya la
santidad y no hubiera pasado por ello
de no mediar razones poderosísimas. Agustín tampoco la acusa en esto de interesada. Petiliano y Juliano
nada dicen sobre esto. La verdadera
razón hay que buscarla en la providencia divina, que tenía dispuesto de él que
fuera obispo de su Iglesia, y había
que despojarle de ese impedimento ».
Es claro que Agustín sólo para mientes en
el hecho de la separación y en
sus consecuencias inmediatas. En ningún momento acusa a nadie de haber
interferido en sus asuntos personales con aquella mujer, madre de su hijo.
Parece como si hubiera
alguna razón obvia en virtud de la cual razonablemente hablando aquel
matrimonio no era viable por lo que la separación se imponía a pesar de la
existencia de un hijo y del
amor que Agustín profesó a la madre del
mismo. Ante estos hechos yo
me atrevería a sugerir la hipótesis
de que esta gran amiga
de Agustín fuera alguna consanguínea cercana. Desde esta hipótesis tal vez pudieran explicarse mejor
las enigmáticas razones humanas de esta histórica separación sentimental entre
Aurelio Agustín de
Hipona y la entrañable madre de su hijo. Por otra parte, tampoco hay que descartar
el clasismo social reinante de la época y la costumbre de que las mujeres fueran
dadas en matrimonio por sus padres y no conquistadas sentimentalmente por los
hombres para convertirlas en sus esposas. En cualquier caso lo de S. Agustín
debió ser lo más parecido a lo que actualmente denominamos “parejas de hecho”
que viven juntos como si fueran marido y esposa pero sin someterse previamente
a las leyes civiles o canónicas relativas a la institución matrimonial.
7. Formación intelectual
S. Agustín realizó
los primeros estudios en Tagaste y los continuó en Madaura, que era el lugar vecino más
indicado para
realizar los estudios superiores. La formación que se impartía era
fundamentalmente literaria. Se estudiaba sobre todo a los poetas
latinos con predominio de Virgilio. Después dispensaban especial importancia a
historiadores importantes como Salustio y Cicerón. En los grados superiores se
ponía especial empeño en
aprender a hablar y escribir bien. La retórica, por tanto, ocupaba un puesto
privilegiado en la enseñanza.
Para vincular más la literatura a la oratoria, la lectura se practicaba en voz alta. La retórica como disciplina académica implicaba una técnica de procedimientos y recursos eficaces
tomados de la experiencia y rigurosamente codificados con vistas al logro de un discurso convincente y atractivo. El
dominio de estas técnicas
no era fácil y requería mucho ejercicio práctico. Un ejemplo típico
de discurso retóricamente perfecto puede ser el elogio que S. Agustín hace de
su madre en el famoso capítulo noveno de las
Confesiones. En su redacción los
expertos han llegado a individuar hasta 45 tópicos forzosos en todo
discurso fúnebre más otros de propia cosecha,
celebrando los bienes de patria, familia, espirituales y corporales
para evocar todo aquello digno de encomio que
el finado hubiera podido hacer de haber vivido más tiempo.
Se daba también gran importancia en la retórica a la complicidad
entre el debutante y el público. El recurso típicamente agustiniano en
este sentido es el suspense y la sorpresa, cuando no la ironía, que en algunos
casos es finísima y
penetrante. Por todo esto se ve que nos hallamos ante una formación académica
eminentemente de libro. Las más de las veces la sabiduría se confundía con la
sutileza gramatical, la
ingeniosidad y el pintoresquismo. Los conocimientos científicos en el
sentido actual del término ciencia se reducían a nociones de matemáticas y de biología
muy elementales. Parece ser que S. Agustín
recibió instrucciones de aritmética teórica y
geometría euclidiana y tenía nociones
comunes de medicina a la altura de los hombres cultos de su tiempo. A la retórica seguía en importancia la filosofía como etapa superior del saber humano, si bien tan
hermanadas que a veces retórica y
filosofía prácticamente se confundían. Como veremos más adelante, el roce con
la filosofía significó el primer
golpe de gracia profundo en la vida azarosa
del joven e inquieto Aurelio Agustín.
Pese
a que el ambiente cultural era taxativamente latino, el griego continuaba siendo una asignatura académicamente obligatoria. Como queda dicho, Agustín sintió una gran
antipatía hacia el idioma griego a causa del pésimo sistema pedagógico vigente. De ahí que al comienzo de su
gran obra sobre la Trinidad confiese honradamente que no puede usar los textos en griego y que no le queda más remedio que
servirse de las traducciones al latín. De hecho, las citas textuales en griego que encontramos en sus
escritos, sobre todo trinitarios,
están tomadas de Mario Victorino y otros autores. Es de suponer que sabía leer los caracteres griegos y que
entendía lo suficiente como para comprender las citas que usaba con un poco de esfuerzo.
Sus
conocimientos del latín, por el contrario, fueron admirables. Fue maestro consumado en el arte del bien
hablar en opinión de todos sus
contemporáneos y de la posteridad. Pero
esto no es todo. Además de asistir a la escuela de su tiempo y llegar a ser un famosísimo profesor de
retórica, fue sacerdote y obispo, lo que le obligó a permanecer en la brecha de la investigación constante. A lo largo
de sus obras se descubre todo un
arsenal de erudición. Su pasión juvenil por la lectura le fue después muy útil. De hecho él va a significar
la encrucijada cultural entre la antigüedad clásica y los nuevos tiempos instaurados por el advenimiento del cristianismo. En su magna obra sobre la Trinidad
llega a decir llanamente que ha leído
todo lo que los autores católicos
habían escrito sobre el tema antes que él. Por lo menos todos los que
cayeron en sus manos. En particular sólo cita explícitamente
por su nombre a S. Hilario. Pero conoce también el sentido que los latinos atribuyen a la theosebeia de
los griegos, la respuesta de algunos católicos al argumento arriano del
aguénetos, la idea de sustancia como
predicamento, la interpretación
antigua de las teofanías y tantísimos otros detalles de erudición. Y
digo esto teniendo en cuenta sólo la obra sobre la Trinidad en función de la problemática teológica allí magistralmente
expuesta. Pero como todo esto pertenece al ámbito de su erudición teológica, que no es el objeto de esta obra,
quiero recordar en concreto algunos
detalles más de su erudición simplemente profana.
En poesía su fuente inagotable de inspiración
fue Virgilio. La Enéida
era el libro que en su infancia le hacía
llorar. Allí aprendió infinidad de fábulas
mitológicas y el arte de cultivar la sensibilidad hasta remontarse al
amor patriótico y otras virtudes nobles. Virgilio
era su poeta por preferido y su lectura
le inflamaba sentimentalmente. Virgilio era el poeta síntesis de la cultura
latina y llega a ser el más citado por
S. Agustín en sus escritos. Además de
Virgilio dejaron importante huella cultural en el Hiponense, Terencio, cuyas comedias se estudiaban en las
escuelas; Perseo, Horacio, Lucano,
Ovidio, Catulo y Juvenal.
En mitología, además de Virgilio
y Homero, S. Agustín conoce muy bien las Antigüedades de Varrón. En la historia profana ejercen una
influencia importante Varrón, Tito Livio, Salustio, Floro, Eutropio, Tácito y Suetonio.
Henri-Irenée Marrou piensa
que S. Agustín debió tener delante cuando escribía a todos estos autores. En las
cuestiones relativas a la
historia de la Iglesia su fuente principal es Eusebio de Cesarea, cuya
Historia eclesiástica había sido traducida y completada por Rufino. Conoce también
los catálogos de herejías
de Filóstrato y Epifanio.
Entre
los prosistas, el gran autor
preferido por S. Agustín fue Marco Tulio Cicerón, al que califica de
varón elocuentísimo. La
lectura del Hortentius de
Cicerón fue para S. Agustín una revelación
que le introdujo en el campo propio
de la filosofía y una fuente constante de inspiración estilística. Los versos
de Séneca le deleitaban como si fueran
cristianos y conocía las Instituciones de Lactancio. A todo lo cual hay que añadir su portentoso dominio
de la Biblia, de cuyos textos están salpicados todos los escritos agustinianos.
La obra cumbre y magistral agustiniana más rica en erudición es la Ciudad
de Dios, que puede ser considerada como una auténtica enciclopedia de la
cultura antigua.
8. La obra
filosófica agustiniana
S.
Agustín es el autor más fecundo de la patrística latina. Su biógrafo, Posidio,
dijo panegíricamente que es tan grande el
número de sus obras que apenas es posible leerlas todas. El análisis crítico-cronológico de todas ellas es
bastante difícil y pueden seguirse
muchos criterios de clasificación. Henri Marrou, teniendo en cuenta como
criterio la vena apologética de los escritos
agustinianos, al menos muchos de ellos, divide la actividad literaria
del Hiponense en periodos. De acuerdo con
este criterio durante el período antimaniqueo (387-400), S. Agustín se revela como filósofo de la esencia. En el período antidonatista (400-412) como doctor de la gracia cristiana, y durante el periodo antipelagiano (412-430) como teólogo de la
historia. En estos períodos se reflejarían
principalmente las polémicas de carácter primario. Otras, como la
dirigida contra los arrianos, tendrían valor
sólo secundario, sobre todo después del mandato del emperador Teodosio y el concilio de Nicea.
Personalmente me parece más sencillo y
objetivo el criterio de clasificación del P. José Oroz Reta, el cual se atiene al índice y
contenido de cada una de las obras. Así decimos que S. Agustín escribió obras
filosóficas, apologéticas, exegéticas, dogmáticas, estrictamente polémicas,
morales, pastorales, oratorias y epistolares, cada una de las cuales tiene su
propia importancia en su género y en la circunstancia en que es escrita. De todos modos,
cualquier criterio que se proponga para clasificar tan inmenso y variado material sólo
puede tener carácter
orientativo y pedagógico. Los elementos filosóficos se encuentran diluidos
en casi todos los escritos agustinianos. A veces donde menos se piensa. Casos
hay en los que grandes
ideas filosóficas aparecen en obras de suyo teológicas, exegéticas y
místicas. Tenidas en cuenta estas
observaciones cabe considerar como obras de carácter primariamente filosófico a
los ensayos o escritos
correspondientes al período que va desde su profesorado en Cartago
hasta que fue ordenado de sacerdote.
Y de modo mucho más particular los llamados Diálogos de Casiciaco. Me refiero exactamente a las obras siguientes.
En primer lugar hay que mencionar el
opúsculo De pulcro et apto, escrito en Cartago
por S. Agustín cuando tenía 26 ó 27 años de edad. Fue su obra primogénita
y versaba sobre problemas de
estética. Allí desarrolló con ilusión, como la madre que da a luz al primer hijo,
algunas cuestiones sobre la
belleza sensible, espiritual y moral con un criterio netamente materialista
y maniqueo. Por aquel entonces consideraba bello lo que se aprecia y admira por sí mismo, cuyo
contrario sería lo torpe y deforme. Apto es lo que es juzgado en
relación con otra cosa. Lo contrario de lo apto sería lo inajustable. Desgraciadamente
esta obra primogénita se perdió y únicamente sabemos de ella por alusiones y
referencias del propio S. Agustín. Los intelectuales en crisis suelen buscar
refugio en la estética y Agustín no fue una excepción.
Por el año 386 escribió el opúsculo Contra los académicos. Critica negativamente el escepticismo
de los filósofos neo-académicos demostrando
que la verdad objetiva es en principio
y de suyo cognoscible, hasta el punto que en el conocimiento de ella radicaría el secreto de la felicidad humana. Idea que fue ampliada en otro trabajo
titulado Sobre la vida
feliz, escrito también por la misma
época.
El problema del mal fue abordado por primera vez a nivel filosófico y profundo en el famoso ensayo Sobre el Orden. En este trabajo
señaló de una vez para siempre el itinerario de todo su pensamiento filosófico, que
giraría constantemente en
torno a la problemática sobre Dios y alma humana. Estos dos
problemas se convierten en la preocupación fundamental de toda su investigación
filosófica. Los Soliloquios, redactados el año 387, son meditaciones personales sobre Dios y el alma humana, cuya
inmortalidad acapara toda la
atención. «Compuse esta obra -escribe San Agustín- según mi gusto y deseos para
encontrar la verdad de aquellas cosas
que yo deseaba ardientemente conocer, interrogándome
a mí mismo y respondiéndome como si fuésemos
dos personas, la razón y yo, aunque en realidad era yo solo. Por esta razón intitulé esa mi obra con el nombre de Soliloquios».
Estos cuatro ensayos son conocidos como
los Diálogos de Casiciaco por su redacción
dialogada y haber sido dados a luz durante su retiro en la finca de Verecundo, en
las cercanías de Milán.
Retiro que duró unos siete meses en completa paz y tranquilidad. En
estas disputas filosóficas participaron activamente, bajo la presidencia y
dirección de Agustín, Mónica, su madre; Adeodato, su hijo, y su hermano, Navigio. Con
ellos se encontraban también sus primos Lastidiano y Rústico y los
amigos Alipio, Licencio y Trigecio. Seguían un programa regular de
trabajo y ello explica la fecundidad literaria de aquellos meses. La
primacía de aquellas
meditaciones filosóficas fueron los tres libros Contra los Académicos,
dedicados gentilmente
a Romaniano, a quien tanto tenía que agradecer por su mecenazgo financiero. En el prólogo
aparece ya de manifiesto la
fragilidad e inconsistencia de
los honores y de las riquezas por lo que le anima a cultivar la reflexión
filosófica como camino seguro para llegar a algo real y humanamente
satisfactorio. En el diálogo, cuyo tema central es el problema de la verdad, intervienen Licencio y Trigecio,
los cuales conocían el Hortentius de Cicerón y estaban habituados a la
reflexión. Estas discusiones eran
tomadas literalmente por un secretario.
La disputa sobre la felicidad se inició aún antes
de dar por terminada la
anterior. El resultado fue el opúsculo Sobre la vida feliz dedicado al rico milanés
Teodoro, que más tarde llegaría a ostentar la dignidad de cónsul hacia el año 399. Esta obra coincide con el 32 aniversario
del nacimiento de S. Agustín. Este hecho explica la simpática intervención final de Mónica, su madre, recitando de
memoria un himno ambrosiano que
habría aprendido tal vez durante las
noches de permanencia en la basílica asediada por los soldados de la Emperatriz Justina. Finalizada la
intervención de Mónica, Agustín tomó
de nuevo la palabra para invitarlos
a todos a la búsqueda y conocimiento de Dios, agradeciéndoles los regalos de cumpleaños así como su colaboración en los coloquios.
En los dos libros Sobre el Orden se prolongan las
reflexiones filosóficas sostenidas entre
Agustín, Trigecio y Licencio con
participación de Mónica y de los amigos de la peña cultural. El problema del mal queda
encuadrado dentro del orden general
de la Providencia. El destinatario de honor de esta obra es Zenobio, el cual abandonaba Milán cuando sus ocupaciones se lo permitían para tomar
parte en aquellos coloquios
patrocinados por Verecundo. El
tratado Sobre la inmortalidad del
alma, incompleto, data también de
aquel tiempo de estancia en la residencia de Verecundo. Por aquel entonces proyectó también una especie de enciclopedia de las artes liberales, que
nunca llegó a realizar. Pero escribió
el tratado Sobre gramática e inició otro Sobre la música, que
terminó después en África.
El año que pasó en Roma en espera de poder
embarcar para su tierra natal africana (387-388), tras la muerte de
su madre en Ostia Tiberina, fue intelectualmente intenso y fecundo. Aprovechó la
ocasión para estudiar a fondo los puntos débiles del maniqueísmo. Redactó el tratado Sobre
la cuantidad del alma, en el que analiza sus relaciones con el cuerpo. Fruto de estas investigaciones y del
conocimiento personal que tenía de
sus viejos amigos, los maniqueos, fue
el tratado Sobre las costumbres de la Iglesia Católica y de los maniqueos. Pero más importante
para la Filosofía propiamente dicha es el opúsculo Sobre el libre albedrío, comenzado
en Roma y terminado en Tagaste el 395. Aborda aquí el problema del mal en cuanto algo que se da en el hombre como sujeto de responsabilidad. Mientras
los maniqueos se escudaban
cómodamente en un supuesto principio metafísico
malo, S. Agustín carga todo el peso de la responsabilidad moral sobre el hombre concreto en cuanto ser racional y libre.
Bello y original es el tratado Sobre el Maestro, compuesto en Tagaste
por el año 389. Habla allí del Maestro interior, que es Dios. «En él -dice- se
discute, busca y demuestra que no hay maestro que enseñe al hombre la
ciencia, sino Dios». Es
fruto de sus coloquios íntimos con Adeodato, su hijo, cuando tenía 18 años de edad. «Él
es quien habla conmigo
-dice S. Agustín-. Tú sabes que son suyos los conceptos que allí se insertan en la
persona de mi interlocutor,
siendo de dieciocho años de edad». Entre el año 388 y 389 redactó, también en Tagaste,
el tratado Sobre el Génesis
contra los maniqueos. En esta obra hay bastantes elementos
filosóficos, tales como la participación, cuestiones sobre la sustancia, el ser, la
materia y otros, abordados
todos ellos en función del problema del mal contra la tesis maniquea. La problemática
sobre el alma humana fue una pesadilla filosófica constante para S.
Agustín. Ya he indicado que es la cuestión neurálgica en la búsqueda agustiniana
junto con el problema de
Dios. El tratado Sobre el alma y su origen viene a ser una
carta dirigida a S. Jerónimo por el año 415. En la monumental obra Sobre la Trinidad, comenzada el año 400 y terminada hacía el 416, aborda nada menos que la explicación racional del misterio Trinitario
sirviéndose de analogías y símiles con
profundas introspecciones sobre el
alma humana. Aun siendo una obra eminentemente teológica a la luz de la revelación cristiana,
contiene un verdadero arsenal de
datos filosóficos.
Pero la obra agustiniana que en mayor grado
rezuma originalidad,
erudición y madurez intelectual al mismo tiempo es tal vez La Ciudad de Dios,
compuesta entre el 413 y el 426. La tesis de los primeros libros es que
la idolatría no asegura la felicidad
terrena, y menos aún la eterna. En el
resto de la obra describe la lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena, es decir, entre la f
e y
la incredulidad, como eje de la historia universal. La dinámica de la historia humana se inscribe en ese estado de tensión
constante. El saqueo de Roma llevado
a cabo por las huestes de Alarico causó
pánico universal. El derrumbamiento del Imperio Romano era inevitable y el hecho en sí hacía pensar en los designios de la Providencia histórica. En nombre
de su responsabilidad de obispo, S. Agustín se vio obligado a explicar a los cristianos los signos de los tiempos desde las alturas de la Providencia.
Responde a las objeciones
intelectuales de los paganos contra el cristianismo y levanta el ánimo de los católicos ayudándoles a mirar los acontecimientos desde la profundidad de
los designios divinos. S.
Agustín escribió otras dos obras originalísimas, además de La Ciudad de Dios. Me refiero a las Retractaciones
y las Confesiones. Esta última es la más conocida,
al menos de nombre, ya que su contenido es más bien difícil de comprender. Las Retractaciones
datan del 426 al 427. Se trata de un catálogo crítico y
razonado de sus escritos posteriores a su conversión cristiana. Examina una por una sus obras por orden cronológico, a excepción de las cartas y
sermones, indicando a veces su
finalidad y haciendo las correcciones que
considera oportunas. Para comprender debidamente esta autocrítica hay que tener siempre presente el contexto polémico que suele estar de fondo. La consulta de
esta obra es imprescindible para
decidir el pensamiento definitivamente agustiniano. Por otra parte, las Confesiones son un monumento de la literatura universal. La obra fue redactada hacia
el año 400, siendo Agustín ya obispo
y a los 43 años de edad. Es una autobiografía hasta la muerte de su madre el
año 387. En su auto-requisitoria se contempla a sí mismo desde
las cimas de la más delicada espiritualidad cristiana. Por eso la cautela con que hay que entender sus
autoacusaciones y la descripción de
sus debilidades humanas, que no conviene exagerar. Esta obra sin igual es, ante todo, una profesión de f e y un emocionado himno de
alabanza a Dios. A través de los 10
primeros libros asistimos a la apasionada descripción de sus problemas personales. La muerte de su madre marcó el resto de su vida. De ella había
heredado el conocimiento de Cristo
como término feliz de su azarosa búsqueda
y encarnación de la verdadera sabiduría. Los libros restantes son una meditación profunda sobre Dios, el mundo, el tiempo y la eternidad teniendo de fondo
en su mente el relato bíblico de la
creación.
Por último, dos palabras sobre la
literatura epistolar y
homilética agustiniana. De las 276 cartas aparecidas en la edición
benedictina, por lo menos unas 53 no son suyas, sino dirigidas a él. El estilo
es bastante doctrinal y didáctico. Algunas son verdaderos tratados sistemáticos.
No se encuentra en ellas
el pintoresquismo, a veces satírico y picante, que encontramos, por
ejemplo, en S. Jerónimo. Las cartas ayudan mucho a calibrar la evolución del
pensamiento agustiniano y el
ambiente cultural de la época y están dirigidas a personas de las más
diversas condiciones sociales. Los sermones suelen ser breves. Son las homilías predicadas en domingos
y fiestas en su diócesis y fuera de ella, sobre todo en Cartago, debido,
tal vez, a que el público escuchaba de pie. Tal era la
costumbre en África. Por lo general hablaba de memoria y los taquígrafos tomaban
nota sobre la marcha de
sus palabras. Parece razonable pensar que ni todas las homilías que
nos han sido transmitidas como suyas lo son realmente, ni hemos de pensar que
nos han llegado todas
las que pronunció. De hecho, Posidio, Eugenio de Ruspe y Casiodoro
hacen alusión a presuntas homilías agustinianas que desconocemos. Sobre todo
este asunto no han
llegado todavía los expertos a ponerse de acuerdo. El estilo es sencillo
y catequético y el auditorio solía escuchar con gran admiración hasta el punto de
romper a veces en
aplausos y cariñosas ovaciones.
Para poner fin a este capítulo he aquí un
párrafo magistral del P. José Oroz-Reta, a cuya obra ya citada queda remitido el lector:
«En tiempos de San Agustín no había ni correo ni carteros, pero se las
arreglaban para hacer llegar sus cartas hasta los confines más remotos del
imperio. No podemos decir
exactamente cuántas cartas escribió S. Agustín pero hay que admitir que
mantenía una enorme correspondencia epistolar ya que después de casi
dieciséis siglos se han
conservado unas 300 de sus cartas. Por supuesto que escribía ante todo
a los africanos, y más que a nadie a
sus colegas en el episcopado. Pero mantenía también correspondencia con otras
partes de la cristiandad. Entre su
epistolario encontramos cartas a los papas Inocencio y Celestino; a San Paulino de Nola, en Italia; a los obispos del sur de la Galia; a sacerdotes
españoles; al obispo Juan de Jerusalén; a Cirilo de Alejandría; a Jerónimo
durante su estancia en Belén, donde traducía la Biblia al latín.
Agustín no era tan sólo el jefe de una de
las pequeñas diócesis del África del Norte. Por su cultura, por su genio, por su ardor
batallador era uno de los obispos más famosos de la Iglesia de Occidente. Así, se ha
encontrado en primer plano en todas las luchas contra los herejes. Asistió a
todos los concilios de su tiempo, en África del Norte. Sostenía debates por carta con los herejes y
acudía frecuentemente a mantener conferencias públicas con los adversarios de la doctrina de la Iglesia. Agustín
intervino en las luchas contra los arrianos que negaban la divinidad de Cristo.
Pero sobre todo, contra los donatistas
cuyo cisma había roto la unidad de la Iglesia de África, y contra los pelagianos que pretendían que el hombre se puede salvar por sus propias fuerzas sin
tener necesidad de la gracia de Cristo. La lucha contra los pelagianos no fue la más larga, pero sí la más difícil, ya
que los pelagianos se mostraban muy
hábiles y llegaron a engañar varias veces
a los obispos del Oriente y al Papa mismo acerca del contenido real de sus doctrinas. Incluso se produjeron, a este
respecto, algunos graves incidentes entre Roma y los obispos de África. Agustín consagró años enteros a
estas luchas en defensa de la fe y de la unidad de la iglesia. Las luchas han tenido un lugar preponderante en su
vida». A la luz de esta agitada vida se comprende mejor por qué los valores filosóficos agustinianos se
encuentran diseminados en cualquiera
de sus escritos. Nos hallamos ante una filosofía
tan pegada a la vida del autor que no puede ser conocida ni comprendida más que siguiendo de cerca sus avatares cotidianos, como quedan sumariamente
descritos a lo largo de este
capítulo.
II
CUESTIONES
POLÉMICAS SOBRE LA MUJER
S. Agustín ha sido tachado de habernos
legado una idea menguada
de la mujer. La acusación ha sido hecha sobre todo por algunos protestantes y grupos
feministas. Como respuesta a esta forma
de pensar lo mejor es analizar en su propio contexto los textos esenciales
agustinianos relacionados con la
naturaleza de la mujer y su papel social en la época de S. Agustín.
1. La prioridad del varón como hipótesis provisional
Cronológicamente tropezamos con la obra De Genesi contra manichaeos en la cual hay dos
pasajes dignos de consideración
sobre el tema de la mujer. S. Agustín
escribió esta obra recién convertido y ya establecido en África. Debió ser por los años 338-339 y su intención en
dicha obra era refutar la
interpretación literal que los maniqueos hacían del Antiguo Testamento ridiculizando los textos sacros. En contrapartida se propuso ensayar una
interpretación alegórica de los mismos. El propio S. Agustín reconoce que esta obra es de escaso valor por tratarse de un
trabajo de inexperto todavía en
cuestiones bíblicas.
El pasaje primero se refiere a la cuestión
sobre cómo se ha de
interpretar el texto bíblico que habla de la creación del hombre a imagen de Dios. La
respuesta agustiniana está condicionada por
la interpretación maniquea, contra la cual el Hiponense escribió textualmente: «Sobre esta cuestión suelen
los maniqueos poner el grito en el cielo y mofarse de nosotros porque creemos que el hombre fue hecho
a imagen y semejanza de Dios, pues atienden a nuestra figura corporal y preguntan los infelices: ¿Acaso Dios
tiene narices, dientes, barbas,
entrañas y todo lo que en nosotros es necesario?
Con razón dicen que suponer tales cosas en Dios es ridículo (…) por lo tanto, niegan que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios». A lo que S. Agustín responde: «Lo que se dice que el hombre
fue hecho a imagen de Dios se entiende del hombre interior
donde reside la razón y la
inteligencia» (...) «Todos los demás animales están sujetos al hombre, no por
causa del cuerpo, sino por el
entendimiento que nosotros tenemos y
del que ellos carecen».
Cuantas veces utiliza S. Agustín en este
capítulo el término hombre aparece como sinónimo de hombre y mujer, es decir, que la
palabra hombre significa por igual el sexo masculino y
femenino. Por lo tanto, cuando afirma contra los maniqueos que el hombre, según la Biblia, fue
creado a imagen y semejanza
de Dios, significa o quiere decir que varón y hembra, el sexo
masculino y el femenino son imagen de Dios por igual sin discriminación
alguna por razón de la inteligencia, a la que quedan sometidos todos los seres inferiores de la
creación. Por relación a Dios, hombre y mujer, varón y hembra se hallan
en un plano de absoluta igualdad sustancial. Igualmente, cuando S. Agustín
responde a los maniqueos
en el capítulo siguiente a la cuestión sobre el poder que el hombre
tiene sobre las bestias de la tierra, el término hombre conserva el mismo
significado referido
indistintamente al sexo masculino y al femenino.
Una interpretación
en sentido exclusivo a favor del varón no cabe ni en el texto ni en el contexto.
Ni siquiera en la mente
de los propios maniqueos. Menos aún en la de S. Agustín.
Más delicado es lo que dice en el
capítulo diecinueve. Ahora se trata de explicar aquello de creced y
multiplicaos. Dice: «Después está escrito: macho y hembra los creó y los bendijo Dios
diciendo: creced y multiplicaos y engendrad y llenad la tierra. Con toda razón,
observa S. Agustín, es legítimo preguntar cómo debe ser entendida esta
unión del varón y la mujer antes del pecado y esta bendición por la que se dijo creced y multiplicaos,
engendrad y llenad la tierra, ¿carnal o
espiritualmente? ».
La cuestión candente aquí es si las
relaciones sexuales entre el hombre y la mujer antes del pecado original
eran buenas o no en sí
mismas y qué papel jugaba la mujer respecto del hombre. La respuesta neta de S. Agustín en
esta ocasión es que antes del pecado
original esas relaciones eran o parece que debieron haber sido espirituales, pero que con el pecado se volvieron carnales. Entendidas así espiritualmente aquellas relaciones, el varón desempeñaría el papel de dirigente y la mujer el de dirigida. Hombre significaría el elemento activo y la mujer el pasivo. Equilibrio que se rompió con la caída. He aquí sus palabras: «Se nos puede permitir entenderla también espiritualmente,
creyendo que se convirtió después del pecado en fecundidad carnal. La primera unión del varón y la mujer era, pues,
casta y estaba acomodada por parte del
varón para elegir y por parte de la
mujer para obedecer».
La preocupación de S. Agustín era la de
responder a los
maniqueos mediante una explicación alegórica de los textos con el fin de obviar las conclusiones
ridículas que lógicamente podían
deducirse de la interpretación maniquea.
Preocupación que ponía a S. Agustín en un grande aprieto. En el caso presente no le fue posible superar, al menos en las palabras, un cierto resabio hacia las
relaciones sexuales matrimoniales. Si olvidamos que discutía
con maniqueos, pudiera dar la
impresión de que el acto de procrear,
por lo que tiene de carnal, no escaparía completamente a los
rasguños del pecado. De ahí la
sugerencia de que tal vez antes del
pecado el problema de lo carnal no existía.
Por otra parte, queda también un poco menguado el concepto de mujer respecto del varón. Quede bien claro, no obstante, que esto lo dijo a modo de hipótesis solamente, condicionado por la necesidad de tapar la boca de
alguna manera a los maniqueos por las
sinrazones que decían acerca de esta materia.
S. Agustín reconoció más tarde sin
vacilaciones ni interpretaciones forzadas que las relaciones sexuales matrimoniales son
carnales por su propia naturaleza, independientemente del pecado
original, con lo cual corrigió también la artificiosa explicación dada sobre el
supuesto papel prioritario
del varón respecto de la mujer. No podemos olvidar que S. Agustín escribió la obra
en cuestión como debutante y no como experto. Dice textualmente: «En lo que
allí se lee sobre la bendición de Dios, por la que dijo: creced y multiplicaos,
repruebo absolutamente lo que dije: que haya de creerse que la fecundidad se
convirtió en carnal después del pecado, si parece que lo dicho no puede tener
otro sentido, si no es el
que se crea que aquellos hombres no habían de tener hijos a no ser
pecando». En esta obra de la inmadurez S. Agustín
reconocía, por una parte, la igualdad radical del hombre y de la mujer a nivel de imagen de
Dios. Por otra, sin embargo, forzado por la necesidad de responder de
algún modo a los maniqueos en su grosera interpretación de la Biblia, propone
una interpretación
artificiosa, aunque sólo sea a título de hipótesis, dejando ciertos resabios
flotando hacia las relaciones sexuales matrimoniales y hacia la condición femenina
respecto de la masculina.
S. Agustín se da cuenta más tarde de que
tales resabios fueron más fruto de los condicionamientos de la polémica con los
maniqueos que de sus propias convicciones personales. Más una concesión a la polémica que
reflejo de su pensamiento, y menos aún de su experiencia con las
mujeres. En consecuencia, corrige la explicación antes expuesta. Las relaciones
maritales fecundas recuperan la dignidad original y la mujer conserva su puesto
frente al varón a nivel de imagen de Dios sin
discriminaciones
ni reservas.
No pueden invocarse, pues, los textos de
esta obra para conocer el verdadero y definitivo pensar de S. Agustín sobre la
naturaleza de la mujer respecto del hombre sin consultar otros textos
posteriores. Pero antes de pasar adelante fijemos la atención en otro texto en
el que S. Agustín utiliza
en esta misma obra los términos masculino y femenino como sinónimos de inteligencia y
acción, respectivamente,
todo lo cual lo significamos
con el vocablo común hombre. Este es el texto:
«También aquí se dice hágase el hombre a imagen y semejanza de Dios, varón y mujer, a saber,
inteligencia y acción, con cuya unión llenará la tierra de frutos
espirituales, o sea, someterá a su carne».
Se trata siempre de una interpretación
alegórica del relato genesíaco de la creación en cuyo texto el varón no es considerado como
elemento activo y la mujer como elemento pasivo. Ahora se trata del hombre, tanto en su versión
masculina como
femenina, contrapuesto a la concupiscencia carnal como pasión que ha
de ser gobernada. No es que el varón haya de gobernar a la mujer porque ésta
sea algo inferior. De lo
que se trata es del hombre, es decir, de todo varón y de toda hembra
humanos, que han de gobernar y someter las pasiones carnales a los dictámenes
de su inteligencia en
virtud de la cual, varón o mujer, son imagen de Dios por igual. S. Agustín
se sirve aquí del término hombre para significar de un golpe todo
lo que iguala al varón y a la mujer en el plano específicamente humano por encima de las
diferencias provenientes del sexo. Todo lo cual se pone más de manifiesto
a medida que S. Agustín va madurando su pensamiento. Dos o tres años más
tarde hablaba ya hasta de
la virilidad de la mujer.
2. La virilidad
femenina
En la obra De vera religione encontramos un
párrafo interesante en el
que S. Agustín habla de virilidad femenina. Es una expresión sugestiva que
necesita alguna aclaración. La obra en cuestión data del 390 y está
dirigida a Romaniano. Entre los múltiples e interesantes temas tratados nos
interesa destacar aquí el de la conveniencia de salir airosos de las embestidas
de la concupiscencia carnal, que, si es difícil para todos, lo sería más para un
pagano como Romaniano,
acostumbrado a no privarse de nada. Es dentro de este contexto que S.
Agustín trae a colación la virilidad femenina haciendo uso convencional de las palabras jugando con
el sentido literal y alegórico, a la vez que material y místico.
Después de unas reflexiones sobre la razonabilidad
del castigo del pecado como parte del orden universal, S. Agustín invita a Romaniano a la
auto-superación y dominio de las pasiones con estas palabras: «Si como
viriles, sometamos a esta mujer. Bajo nuestra dirección ella se hará mejor y no se
llamará concupiscencia sino
templanza. Pues cuando ella lleva las riendas y nosotros la seguimos,
recibe el nombre de codicia y liviandad (...) Sigamos a Cristo, Cabeza nuestra,
para que a nosotros nos siga
aquella de que nosotros somos cabeza. Este mandato puede extenderse a
las mujeres, con derecho fraterno, no marital. Por ese derecho no hay varón
ni mujer en Cristo. Porque
ellas tienen también algo viril con que pueden superar las delicias
femeninas para seguir a Cristo y dominar la concupiscencia». Asegura después que
muchas mujeres cristianas, solteras, viudas y casadas llevan a la práctica esa
virilidad femenina mediante una convivencia fraterna que las permite ser dueñas de sus
personas mediante el dominio de sus bajas pasiones.
Para comprender el significado
exacto del texto citado hay que tener en cuenta algunas observaciones
importantes. El tema del capítulo no es la mujer, sino el dominio de las pasiones que todo
ser humano, varón o mujer, se ha de esforzar por alcanzar. En la primera parte del texto S.
Agustín afirma tajantemente que en Cristo no hay diferencia sustancial entre
varón y mujer y que desde
esa óptica cristiana la mujer tiene la misma obligación y los mismos
recursos para llevar a término ese autodominio virtuoso de las pasiones
mediante la gracia cristiana,
como lo atestigua la experiencia. A propósito de este texto un especialista escribe: «San Agustín atribuye a la mujer un elemento viril que
la iguala con el hombre, así como el hombre posee un elemento femenino que le acerca a la mujer. En cierto modo,
el hombre es un ser bisexual, que
reúne los dos extremos: el masculino
y el femenino. S. Agustín, al reclamar un elemento viril para la mujer,
sienta el fundamento de la personalidad femenina
y de su paridad con el hombre como
imagen de Dios. Aunque
psicológicamente diferentes, el hombre y la mujer se unifican en la intimidad del espíritu, que es capaz de recibir de Dios. El santo Doctor corrige aquí
la interpretación alegórica de la
caída del paraíso, según la cual había considerado
al varón como representante del espíritu o de la mente y a la mujer, como encarnación de la porción sensual, como si ella fuese un ser puramente
carnal. Aquella fue una exégesis
evidentemente desfavorable para la mujer, y aquí la corrige, atribuyéndole una potencia viril capaz de resistir a los halagos de la sensualidad». Vemos,
pues, cómo S. Agustín va subsanando progresivamente lo que, más forzado
por la exégesis alegórica y el lenguaje
platónico que por sus propias convicciones, pudiera dejar entender una concepción de la mujer menguada
o disminuida respecto del varón.
3. Un paso adelante hacia la igualdad
Siempre en relación con los maniqueos,
empeñados en interpretar bufonamente el Antiguo Testamento, S. Agustín se propuso llevar a
cabo una nueva exposición exegética del Génesis. Se trata de la obra De Genesi ad
litteram imperfectus liber, del que después nos diría que
estuvo a punto de tirar a la
papelera antes de presentarlo al público. Por fin se animó y lo dejó pasar con algunos retoques para que sus lectores más exigentes pudieran comprobar cómo
fueron sus comienzos en la
investigación de la Sagrada Escritura. Eso
sí, recomienda que se lea De
Genesi ad litteram, obra escrita mucho más tarde, siendo ya obispo, para
que por ésta se haga la crítica de la anterior.
Pues bien, a pesar del carácter inmaduro y
provisional de la obra
condenada por poco más a ser destruida por el propio autor, no se encuentra ni
una sola frase en ella que pueda interpretarse desfavorablemente para la mujer.
Por el contrario, cuando plantea la cuestión sobre cómo ha de entenderse aquello
de que el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios, pone especial interés en
realzar la grandeza de la
dignidad humana en medio de la creación manteniendo la significación
complexiva del término hombre (homo) aplicado por
igual al hombre y a la mujer. Cuando S. Agustín ensalza lo humano se refiere a ambos
sexos por igual. La
discriminación o la presunta desigualdad natural de la mujer respecto del
hombre es algo que en esta obra no pasó por la cabeza de su autor y estaría en evidente contradicción con el sentido
obvio del texto. Si algo no deja ningún
lugar a dudas es que cuanto positivamente dice el Hiponense del hombre se aplica por igual a la mujer.
4. Nuevas dificultades
Más difícil de interpretar, al menos a primera vista, es el libro decimoquinto en De Trinitate. Sobre todo si se toman los
textos literalmente como suenan. Como casi siempre ocurre, S. Agustín plantea el problema en función de la exégesis bíblica. En este caso se trata del
capítulo segundo de la primera carta
paulina a los Corintios en el que se lee:
«El varón no debe cubrir su cabeza (en la Iglesia), porque es
imagen y gloria de Dios, pero la mujer es gloria del varón» (1Cor. II, 7,5). ¿Por qué aquí se
dice sólo del varón que es imagen de Dios y
no de la mujer? ¿Querrá insinuar que la mujer es inferior al hombre?
Por de pronto ya nos ha dejado bien sentado
en el capítulo quinto de
este mismo libro que la mujer es persona humana en paridad de
naturaleza con el varón. Esta idea es un presupuesto constante en S. Agustín y sirve
para aclarar los textos
que pudieran resultar oscuros. Además, tal sospecha discriminatoria
desfavorable para la mujer se desvanece si se tiene en cuenta que, a juicio de S.
Agustín, S. Pablo hablaba en sentido místico y no
metafísico. Por si esto fuera poco, insiste
con mayor claridad aun sobre la
implicación por igual de ambos sexos en el concepto de naturaleza humana, en cuyo sentido utiliza el
término hombre: «Veamos,
insiste S. Agustín, cómo la afirmación del Apóstol donde dice que el varón, no la mujer, es imagen de Dios, no es contraria a la escritura del
Génesis: Hizo Dios al hombre, a
imagen de Dios lo hizo; macho y hembra los
hizo y les dio su bendición. Hecha,
dice, a imagen de Dios la naturaleza humana, la cual se compone de dos
sexos. Y así no excluye a la hembra cuando se habla de la
imagen de Dios (...) ¿Cómo, pues, oímos al Apóstol que el varón es imagen de Dios, y por eso se le prohíbe cubrir su
cabeza, pero no la mujer, y por esto se le manda velar su cabeza? La razón, a
mi entender, es, según indiqué al tratar de la esencia del alma humana, porque la mujer, juntamente con su marido, es imagen de Dios formando una sola
imagen toda la naturaleza humana. Pero considerada como ayuda, propiedad suya exclusiva, no es imagen de Dios. Por
lo que al varón se refiere, es
imagen de Dios tan plena y perfectamente
como cuando con la mujer integra un todo».
S. Agustín termina aclarando a modo de
hipótesis que el hecho de
preceptuarse en el texto paulino que la mujer en
la iglesia se cubra la cabeza no significa más que un símbolo externo de
contención racional de los peligros que pudieran
derivarse del apego a las cosas de este mundo: «Existe para la acción racional, entretenida en lo temporal y corpóreo, el peligro de resbalar hacia las cosas
inferiores. Por eso ha de tener gran
dominio sobre su cabeza, lo que indica el velo, símbolo de contención. Símbolo éste
místico, piadoso y muy grato a los santos ángeles». «El Apóstol, añade S. Agustín, insinúa en la distinción de los sexos, macho y hembra, un profundo misterio». Y concluye: «Habla en un sentido figurado y místico al mandar cubrir a la mujer su cabeza, precepto vacío de sentido si
no estuviera henchido de misterio». Misterio no metafísico, ya que a ese
nivel varón y hembra son iguales en cuanto
imagen de Dios, sino cristiano, por cuanto ante Cristo todas las diferencias
psicológicas, jurídicas y
convencionales sancionadas por la costumbre o los cuerpos jurídicos pierden importancia cuando se las contempla desde el prisma de la redención
cristiana.
No parece, pues, que se pueda acudir a
estos textos agustinianos para deducir de ellos un concepto menguado de la mujer respecto
del varón. Sería confundir lo místico y espiritual con lo metafísico y
científico. Estaríamos interpretando el lenguaje agustiniano desde categorías
culturales que le son
ajenas quedándonos sólo con la materialidad de las palabras olvidando que
en S. Agustín éstas han sufrido una transformación semántica profunda bajo la
concepción cristiana
de la vida y de la experiencia de las limitaciones de la naturaleza
humana. Desde esta
mentalidad simbólico-cristiana y mística se ha de interpretar el texto
siguiente: «Y qué diremos? ¿No están las mujeres embellecidas con esta renovación
de la mente en la cual consiste nuestra semejanza con Dios? ¿Quién se atreverá a
negar tal cosa? Sin embargo, no la simbolizan con su sexo. Por esta razón se las manda
que se cubran. Por la
condición de mujeres representan aquella parte del hombre que podemos
llamar concupiscencial a la que la mente bajo el imperio de Dios gobierna cuando
se lleva una vida
recta y ordenada al máximo. Así, pues, por el sexo del cuerpo son
figuradas en los dos individuos, varón y mujer, las dos partes que hay en el
compuesto humano, la mente y la concupiscencia, pues la primera rige y la segunda es regida, una domina y la otra está
sometida. Refiriéndose a este
simbolismo, dice el Apóstol que el varón no debe cubrirse, sino la mujer. Porque cuanto más diligentemente es frenada la concupiscencia en las cosas
de aquí abajo, tanto más se eleva la
mente hacia las de arriba. En la
Patria todo el hombre con el cuerpo, que ahora es frágil y mortal, quedará revestido de incorrupción
e inmortalidad y la muerte será
destruida y vencida con la resurrección
final».
Como se aprecia, permanece la
interpretación simbólica y espiritual del texto paulino expresada en categorías platonizantes, pero que
sustancialmente no afectan en la mente de S. Agustín a la dignidad
humana radical de la mujer respecto del varón. Toda la dificultad está en que
tenía que salvar esa dignidad e igualdad como algo indiscutible y, a la vez, explicar
con lenguaje inadecuado la aparente dificultad literal del texto
paulino, en el que se recomendaba que la mujer estuviese con la cabeza velada en el
templo. Esto es todo. Son
dificultades que no empañan la humana dignidad de la mujer
fundamentada en su condición de imagen de Dios lo mismo que el varón.
En las Confessiones insiste en la separación de lo
radicalmente humano de
la mujer y su sexo como algo corporal y secundario. También en la
subordinación del sexo femenino al varonil quedando a salvo siempre
aquello en lo que ambos humanamente
se igualan. La subordinación de lo
meramente sexual se ha de entender en sentido traslaticio y espiritual desde la concepción cristiana
de la vida siempre abierta a la futura resurrección por el amor a Dios y no por la esclavitud humana. Esta
subordinación del área sexual femenino
al masculino sólo tiene sentido en S. Agustín como símbolo de la renovación
interior del hombre y de la mujer,
quienes en vistas de la futura resurrección
dominan en este mundo las bajas pasiones que los atan despóticamente a
las cosas terrenas. Con esta mentalidad es
como hay que leer el texto siguiente: «Mas al modo que en su alma una cosa es lo que domina consultando y otra lo que se somete obedeciendo, así fue
hecha aun corporalmente para el
hombre la mujer, la cual, aunque fuera igual en naturaleza racional a éste,
fuera, sin embargo, en cuanto al sexo
del cuerpo, sujeta al sexo masculino, del mismo modo que se somete el apetito de la acción para concebir de la razón de la mente la facilidad de
obrar con rectitud. Vemos estas
cosas, cada una por sí buena, y todas juntas
muy buenas».
Si estas palabras hubieran de
interpretarse literalmente ateniéndonos sólo a la materialidad de las mismas,
habría que reconocer una subordinación natural
del aspecto sexual femenino al masculino, aún
sin menoscabo de la igualdad sustancial del varón y de la mujer a nivel
de seres humanos, es decir, como imagen de
Dios por parte del alma racional. Pero
en el contexto de las Confessiones el sentido de este pasaje es eminentemente espiritual y
alegórico. Esa subordinación es sólo
un símbolo de la subordinación
del hombre y de la mujer a Dios por
el amor. Si no existiera esta
subordinación de las pasiones terrenas a la razón, tanto en el hombre como en la mujer y de todas las cosas a Dios, todo lo
anteriormente dicho no tendría ninguna razón de ser a no ser como símbolo de
lo contrario, es decir, del desorden y del
pecado. Interpretación esta espiritualista
que S. Agustín no rechazará del todo si se la entiende bien, pero que más tarde considerará inaceptable para una mejor comprensión de la bondad e
igualdad absoluta radical del hombre y
de la mujer, tanto a nivel de humanos
como imagen de Dios, como de sexos distintos entre sí.
5. Nuevas aclaraciones
En De Genesi ad litteram insiste S. Agustín en la masculinidad de la mujer, en su igualdad
de naturaleza con el varón y en
la diferenciación sexual como algo perteneciente a la dimensión corporal de la persona humana. La
razón de humanidad se salva por igual en el varón y en la mujer. A la mujer como mujer la hace su sexo, como al
varón como varón el suyo propio. Hasta
tal punto que S. Agustín no vacila en
llamar a la mujer y al varón hombres
de sexo diferente.
Insiste
también S. Agustín en la subordinación sexual de la mujer al varón, habida
cuenta de la condición actual de la naturaleza humana caída, pero entendida dicha subordinación
como símbolo de la subordinación que debe reinar, tanto en el hombre como en la mujer, de
las pasiones a la razón, de la carne al
espíritu en el sentido bíblico de la
renovación interior y conversión cristiana a la gracia, y de la muerte a la vida con Cristo
resucitado. Contra quienes opinaron
que Dios habría creado al hombre por partes, el Hiponense escribe: «Mas no
advierten que varón y mujer no pudieron ser hechos sino en cuanto al cuerpo». Y para salir al paso de una consideración menguada de
la dignidad de la mujer respecto del varón tomando excusa en S. Pablo, 1Cor.,
11,7, añade: «Pues aunque hablando
figuradamente de esto el Apóstol Pablo
dice sólo el varón es la imagen y la gloria de Dios, mas la
mujer, añade, es gloria del varón; y, por lo tanto, esto se halla figurado externamente en los dos hombres de diverso sexo, en cuanto al cuerpo, lo que también se advierte
en la mente del hombre interior que es una; sin embargo, la mujer,
que es mujer sólo por el cuerpo, se renueva igualmente ella misma, como el hombre, según la imagen
del que la creó, por el conocimiento
de Dios en el espíritu de su mente
donde no hay varón ni hembra».
Y volviendo sobre la masculinidad
femenina y la igualdad de su naturaleza humana respecto del varón,
continúa: «Así como no son excluidas las mujeres
de este don de la renovación, ni de la
reformación de la imagen de Dios, aunque
otra cosa se halle figurada en el sexo corporal de ellas, por lo cual se dice que sólo el varón es imagen y
gloria de Dios, igualmente en
aquella primera creación del hombre, y conforme a aquello por lo que la mujer era también hombre, ella misma fue hecha a imagen de Dios, pues tenía mente propia y del mismo modo racional. Mas por
la unidad de la unión entre hombre y
mujer se dijo solamente: hizo Dios al hombre a imagen de Dios».
Seguidamente vuelve a utilizar el término
mujer como sinónimo de cuerpo para significar que
Dios creó el todo personal de una vez. Ese
todo personal es significado por el
término hombre, válido para referirse por igual al varón y
a la mujer como seres humanos a nivel de imagen de Dios por el alma racional y por encima de las diferencias sexuales radicadas en la estructura corporal: «Y para
que nadie juzgue en adelante,
escribe, que sólo había hecho el espíritu del hombre, aunque sólo
conforme al espíritu era creado a imagen de
Dios, añade: e hizo al hombre
varón y mujer a fin de que se
entienda que entonces también fue hecho el cuerpo». Y termina el capítulo: «Además, para que alguno no pensara que fue hecho el hombre de tal modo
que en uno sólo se incluían ambos
sexos, como algunas veces nacen los
llamados andróginos, hace notar que lo hizo en singular por causa de la unidad de unión y porque la mujer fue
hecha del varón, como lo declara después cuando comienza a explicar más por extenso lo que brevemente aquí se dijo, por lo cual añade el número plural
diciendo los hizo y los bendijo». Lo
masculino y lo femenino no se define en la humanidad sino en la corporalidad
sexuada. Es lo que significa San
Agustín cuando dice que «el mismo sexo masculino y femenino no puede darse a no ser en los cuerpos».
Sentados estos principios, el Hiponense se
limita a expresar que el
relato bíblico sobre la formación de la mujer de la costilla del hombre
supone siempre a Dios como autor principal de la obra y que es preciso admitir un
amplio margen de misterio.
Más adelante añade que, pese a lo de la costilla, la mujer salió directamente de las manos de Dios
siendo creada de la nada como el varón y no realizada a base de alguna
naturaleza preexistente: «La naturaleza de la mujer no fue creada por algún movimiento de las naturalezas ya existentes, aunque procedió de la
naturaleza del varón, que ya existía».
Lo que en todo esto pudiera resultar oscuro o difícil de comprender debe
interpretarse en sentido místico.
Lo que no deja lugar a dudas, según S.
Agustín, es que, pese al modo de expresarse del hagiógrafo, la enseñanza del texto sacro es que
la mujer, como el varón, fue creada exclusivamente por Dios de la
nada absoluta, con lo que queda excluida toda posibilidad de dependencia o
subordinación metafísica de
la mujer respecto del hombre como si el ser de
la mujer fuera naturalmente inferior al del hombre. «Diré sin titubeos, afirma tajantemente, que (...)
todo lo que constituye el que ella sea una creatura, hombre o
mujer, es todo ello obra de Dios
(...) ejecutada directamente por Sí mismo».
Aun en el supuesto de que se admitiera
como hipótesis que la mujer fue creada seminalmente como algo que necesariamente debía
surgir de la nada, habría que dejar siempre a salvo «que en todo tiempo
y en todas partes es sólo el Creador o Reparador de las creaturas quien da el
incremento, cualquiera
que sea el sembrador o el segador». Tampoco hay que olvidar que este
relato bíblico de la creación de la mujer está henchido de misterio, es decir, que
tiene un significado mucho
más profundo del que sugiere la lectura material del texto. Por último,
refiriéndose al relato genesíaco del castigo a la mujer con el parto
doloroso y la sumisión al varón, insiste una
vez más en el sentido figurado y
profético de tales palabras en las
que se anunciaría la necesidad de
la caridad mutua y el servicio amoroso
que debe reinar entre el marido y la esposa, para que los vicios de la
naturaleza caída no aumenten y se degenere todavía
más. Mujer es sinónimo de vida.
6. La mujer, esa criatura de Dios
S. Agustín se aferró durante algún tiempo
al paralelismo entre macho y
hembra, la parte que gobierna y la gobernada; entre el espíritu y la carne, la
actividad y la pasividad, la parte superior del alma y la inferior. La mujer representaría
siempre la segunda parte de estos binomios de inspiración platónica y que le
resultaban útiles para expresarse en las disputas. Para obviar los inconvenientes de la aplicación de estas
categorías mentales a la exégesis del texto bíblico sobre la creación
y formación de la mujer a imagen de
Dios en un plano de absoluta igualdad
con el varón, recurrió siempre a un presunto sentido espiritual, misterioso
y profético de los textos.
En sus años maduros precisó que, si bien
ese sentido espiritual siempre
puede tener cabida, esas otras categorías, por el contrario, no
son aceptables y, de hecho, S. Agustín corrige
el significado que anteriormente les había atribuido: «No me cabe la menor duda, escribe, que el
crecer, multiplicarse y llenar la
tierra, según la bendición de Dios, es un don del matrimonio instituido
por Dios desde el principio antes del pecado al crear un hombre y una mujer. El
sexo, evidentemente, supone algo carnal. Y a esta obra de Dios siguió inmediatamente su bendición. En habiendo dicho la
Escritura: Los hizo varón y mujer, añadió luego: Y los bendijo Dios, diciendo: Creced y multiplicaos y llenad la tierra y dominadla... Aunque a todo esto pueda darse una interpretación espiritual no incongruente, con
todo, las palabras macho y hembra no pueden entenderse
como algo existente en un solo sujeto,
pretextando que en él una cosa es la
que gobierna y otra la gobernada. Como aparece clarísimamente en los cuerpos de seres de diverso
sexo, el hombre y la mujer fueron creados con el fin de que, por la generación de la prole, crecieran, se
multiplicaran y llenaran la tierra. Ser refractario a esto sería un
absurdo notable. No pueden tampoco
entenderse del espíritu, que manda,
y de la carne, que obedece. Ni del alma racional, que rige, y de la cupididad irracional, que es
regida. No de la virtud
contemplativa, que impera, y de la activa, que sirve. Ni del entendimiento mental y del sentido corporal. Deben, sí, entenderse del lazo
conyugal, que une entre sí los dos
sexos (...) Es, por consiguiente, cierto que los dos sexos fueron creados desde el principio en diversas
personas, como ahora lo vemos y
palpamos, y que se les llama una sola
cosa, o por su unión o por el origen de la mujer, formada del costado del varón. El mismo Apóstol,
fundado en este primer ejemplo que
precedió en la creación divina exhorta
a los maridos a que amen a sus esposas”. Tenemos en consecuencia que macho y hembra no significa más que la
dualidad sexual creada por Dios integrada
por el vínculo de la unidad conyugal. Nada, por tanto, del varón que gobierna y de la mujer que obedece,
ni siquiera simbólicamente. Se trata
en este texto del lazo conyugal que une entre sí los dos sexos y nada más. Y
todo ello dicho en el estilo literario propio del Hiponense.
S. Agustín salió al paso también de una
peregrina opinión de Orígenes
y de los armenos, según los cuales, «las mujeres no resucitarán en su sexo sino en el
del varón». «Entonces, anota S. Agustín, los vicios corporales desaparecerán pero
subsistirá la naturaleza. Ahora bien, el sexo femenino no es en la
mujer vicio sino naturaleza». Lo de la extracción de la mujer de la costilla no sería
más que «un símbolo
profético de Cristo y de la Iglesia. El sueño de Adán significaría la muerte
de Cristo, cuyo costado fue atravesado por la lanza, manando de él sangre y
agua, que son figura de
los sacramentos con que se edifica la Iglesia. La Escritura usó esta palabra.
No dice: formó o fingió, sino: la edificó en mujer. Por eso el Apóstol llama a la Iglesia edificio
del cuerpo de Cristo».
S. Agustín concluye negando tajantemente
todo resabio de
discriminación de la mujer por razón de su sexo como algo contrario a la fe
cristiana y a las sagradas escrituras: «La mujer, escribe, es, por consiguiente, criatura de Dios como el
varón (...) El que creó a los dos sexos, a los dos los
restablecerá... El Señor negó que hubiera nupcias en la resurrección pero no que
hubiera mujeres. Y lo negó en
tal coyuntura que hubiera resuelto la cuestión de un plumazo con negar la existencia del sexo femenino si
conocía que no lo había. Pero no.
Confirmó la existencia de los dos sexos».
S. Agustín salía así al paso de un brote
antifeminista con las
características propias de aquellos tiempos.
7. Las mujeres en el
epistolario agustiniano
Se conserva una veintena de cartas que S.
Agustín escribió a diversas
mujeres, motivadas por razones pastorales, por viudez, pérdida de
algún hijo, problemas familiares y alta dirección espiritual. En todas ellas destaca
el carácter instructivo
cristiano. En dos ocasiones se dirige al matrimonio y en otra a un monasterio
de monjas en crisis. Muchas veces responde a preguntas concretas que
previamente le han sido
formuladas. Se comprende así que lo personal quede siempre reducido a lo estrictamente
indispensable y convencional. Pero en todas ellas hay detalles humanos
interesantes y supone en las destinatarias un alto grado de madurez y de cultura.
Veamos en particular y por orden cronológico esos detalles, que ayudan a
comprender el alto concepto
que S. Agustín tenía de las mujeres.
La primera carta que conocemos data del
408, más o menos,
y está dirigida a Itálica, que había perdido a su marido. Tanto por la carta que la viuda le había enviado como
por las referencias del agente de correos, S. Agustín comprendió que la desconsolada señora esperaba ansiosamente contestación. A lo que él responde modesta
y delicadamente: «Tú verás lo que
puedes sacar de mi carta, pero yo no
puedo negártela ni diferirla». Seguidamente entra en materia haciendo una exposición magistral a tono con la situación
personal de Itálica sobre los motivos de la esperanza cristiana.
La respuesta de la viuda no se hizo
esperar. En realidad le escribió tres cartas seguidas en poco tiempo a
las que S. Agustín
correspondió con otra suya que comienza así: «Tres cartas he recibido ya de tu benignidad cuando
te escribo ésta. En la primera reclamabas
contestación. En la segunda me
anunciabas que ya la habías recibido. En la tercera recogías tu solicitud hacia mí y te interesabas por la casa del egregio joven Juliano, que está
adherida a la nuestra».
En esta carta S. Agustín se interesa por
los problemas de los cristianos de Roma, donde vivía Itálica, ruega a la viuda que le siga
escribiendo e informando con toda confianza y le manda cariñosos
saludos y consejos para sus niños. Estas dos cartas no
salieron de la pluma de S. Agustín por la fuerza de alguna especial
amistad sino por el deber pastoral de socorrer a una viuda que reclamaba de él
consuelo y orientación para su vida. Las dos respuestas se mantienen en ese
nivel y las alusiones particulares son las de rigor. Lo que escribió a esta
viuda podía haberlo escrito igualmente para un viudo.
La carta dirigida a Albina, por el
contrario, es un verdadero desahogo
personal con una buena amiga. Da la impresión
de que S. Agustín tenía pendiente con ella alguna visita prometida, pero
impedida por sus obligaciones episcopales.
La carta es una excusa cariñosa por no haber podido acercarse hasta Tagaste, donde parece que habían concertado encontrarse. Comienza confesando que, a
pesar de la dureza del invierno, las
lluvias y su extrema sensibilidad al frío,
hubiese hecho una escapada, si causas graves no se lo hubieran impedido. «Las lluvias no serían tan
fuertes, molestas o peligrosas que no
estuviera yo dispuesto a enfrentarme a ellas y soportarlas para visitaros». En realidad la verdadera razón por la
que canceló la visita fue para evitar habladurías por parte de los hiponenses, los cuales
eran tan melindrosos que se
escandalizaban o preparaban un follón por
la más mínima ausencia de su obispo. «Hay muchos aquí, escribe, que al
censurarme tratan de prevenir contra mí
el ánimo de los que al parecer me aprecian (...) Se encolerizan contra mí mientras yo me
preocupo de su salud. Su
determinación de difamarme es un afán
que los mata (...) Sin duda otorgáis vuestro
perdón benévolo a estos miramientos. Además, si os enojáis y queréis
vengaros, no hallaréis seguramente mayor
castigo que el que yo sufro al no poderos
ver en Tagaste».
Tanto le
dolió no poder realizar esta visita a sus amigos Albina, Piniano y Melania que
termina haciendo votos por encontrarse con ellos en otra ocasión, incluso en la
misma ciudad de Hipona, a
despecho de las críticas que los hiponenses pudieran hacer con tal motivo.
Esta carta es netamente personal. No oculta su delicado afecto hacia
estas amigas, pero
sacrifica la dicha personal, que la visita pudiera aportarle, al servicio
pastoral de los más débiles, que pudieran escandalizarse. Da la
impresión de que se trataba de dos mujeres de altos quilates humanos y cristianos.
En el
tiempo transcurrido entre la carta anterior y la que mencionaremos ahora un grave
incidente había ocurrido con Piniano, hijo de Albina. El pueblo hiponense
se había empeñado
obcecadamente en que Piniano fuese ordenado de presbítero siendo así
que éste no estaba dispuesto a ello. El pueblo coaccionaba y S. Agustín,
como es obvio, no podía
ordenarle contra su voluntad. La carta es una descripción de los actos de
violencia que se organizaron con este motivo y de los cuales informa a su amiga
Albina, madre de Piniano, asegurándola que la vida de todos quedó a salvo, que no
hubo corrupción de dinero y que el tumulto no pudo ser evitado. El tono de
esta carta es muy distinto al de la anterior. Ahora no es el amigo que se
explaya sino el obispo que
informa respetuosamente a una madre sobre unos desgraciados incidentes ocurridos en los
que estaba implicado
directamente su hijo.
Proba era
otra viuda de holgada posición económica y madre cristiana de familia numerosa
la cual pedía ayuda espiritual al obispo. La primera respuesta es un largo tratado en dieciséis
capítulos sobre la oración. La viuda contestó acusando recibo del
enjundioso escrito y dando a entender que había comprendido el contenido al tiempo
que se interesa por la salud
del obispo. Este responde en breves palabras en el mismo tono de la carta
anterior, devolviendo a Proba sus
saludos y las gracias por el interés demostrado hacia su persona. Se trata de una carta-tratado sobre la oración que hace pensar en un alto nivel de
cultura y formación cristiana por
parte de la viuda. Es muy probable que
S. Agustín siguió en la redacción el orden de las cuestiones propuesto por Proba.
La carta 147, redactada hacia el año 413,
es un libro de 23
capítulos. El tema del mismo había sido propuesto por una monja llamada Paulina:
«Me pides que te escriba
prolija y copiosamente acerca de Dios invisible. Si podemos verle con los
ojos del cuerpo. No me puedo negar para no ofender ese tu santo afán». Al
final de la obra concluye: «En cuanto al cuerpo espiritual, si Dios me da fuerzas,
veré en otro libro lo que soy capaz de averiguar». La redacción de esta
carta es la propia de un tratado teológico en el que la exposición de los
problemas no deja lugar
ninguno para cuestiones personales o de intimidad. Otro caso éste en el que se
supone a la destinataria culturalmente muy capacitada. La carta 150 es protocolaria.
Proba y Juliana eran dos cristianas popularmente muy conocidas por su entrega
a la causa cristiana y era lógico que el obispo tuviera unas palabras de
estímulo y agradecimiento hacia ellas.
En la carta 208 nos hallamos ante un
problema viejo y siempre actual. En la viña del Señor hay de todo y nunca faltaron los malos
pastores y los escándalos, lo cual suele causar profunda impresión en
las personas que han entregado todo su ser a la causa de la Iglesia. Felicia
era una de esas
extraordinarias mujeres entregadas de corazón a Dios y que sufría por los
escándalos de los cristianos desaprensivos. S. Agustín conforta su espíritu para que
no se deje influir por el
ambiente hostil a la virtud cristiana que ella profesaba. Para ello acude
a las motivaciones del Evangelio y manifiesta su interés en tener noticias de
ella. Y esto es todo. Una mujer valiente y honesta sufre por los escándalos de sus
hermanos en religión y el obispo siente el deber de confirmar su fe y su
virtud.
Muy distinto es el tono de la carta
dirigida a una comunidad de monjas. En esta ocasión S. Agustín habla
incluso de castigos a dicha
comunidad, si bien se conforma con una dura recriminación por los
disturbios que un grupo de revoltosas había provocado contra la superiora. Les
recuerda irónicamente cómo
cuando los donatistas parecían haber amainado sus insidias desde
fuera de la iglesia, las monjas ahora se dedicaban a promover altercados y
divisiones en el convento. Es un reproche paternal del obispo invitando a la paz y a
las buenas razones a estas mujeres que despiadadamente se hacían la guerra a sí
mismas.
El asunto de la carta a Ecdicia es el
siguiente. Este matrimonio había prometido de mutuo acuerdo guardar continencia después de
haber tenido un hijo. Pero el marido cayó en adulterio, de lo cual
S. Agustín hace responsable a Ecdicia por haberle negado hacer la vida sexual
normal entre esposos. Lamenta S. Agustín la caída de él pero la reprocha a
ella de haber sido en parte
culpable. Por lo que se refiere al hijo, se limita a recordarla que, de
acuerdo con las leyes en vigor, la última palabra sobre la patria potestad
correspondía a su marido. Es el caso típico de una mujer que rechaza hacer vida sexual normal con
su marido en casa soportando sus debilidades y contribuye
indirectamente a que éste termine buscando a otras mujeres. Es una carta realista
en la que se reconoce el valor moral de la continencia cristiana, pero sólo
en tanto en cuanto ayuda a
superar las debilidades del sexo y no para que sirva de tropiezo, como
ocurrió en este caso. Otra carta de carácter netamente doctrinal es
la destinada a Máxima, a la
que trata de tranquilizar por los «dañinos y perniciosos errores»
que ponían en peligro la vida cristiana de su provincia. Es una invitación a la
fortaleza en medio de las
dificultades del ambiente reinante[i]. Por su parte, la dama
Seleuciana le había informado de las peregrinas opiniones novacianas sobre el
bautismo. S. Agustín responde a las
cuestiones propuestas por esta señora devolviéndole
copia de su carta para que trate de completar o explicar mejor ella por
su cuenta las cuestiones que él esboza en la
suya. Otras dos cartas más, a Florentina y a Fabiola, se mantienen en el mismo estilo pastoral del Hiponense
sin otro motivo que el contestar en
pocas palabras a las cuestiones propuestas por las destinatarias.
La carta a Sápida, en cambio, es al mismo
tiempo una pieza literaria y un
índice de los delicados sentimientos de S. Agustín hacia las mujeres. Esta carta es del estilo de esas que las
mujeres leen entre lágrimas, besos y expresiones entrecortadas de cariño hacia la persona que se las dirige. Sápida tenía un hermano diácono en
Cartago y murió antes de haber podido estrenar la túnica que le había
hecho su hermana. Muerto el hermano, Sápida
no tuvo otra ocurrencia que enviar
la túnica recién hecha a S. Agustín para
que la usara, si le apetecía. Él comprendió al vuelo el significado de este obsequio y la comunica que, no sólo
acepta gustoso la túnica o sotana, sino que ya la ha empezado a usar. «Él no pudo vestirla, y el que la vista yo te
consuela». Además de este detalle
henchido de ternura y comprensión de
la psicología femenina, S. Agustín la consuela también con palabras cariñosas tocando magistralmente las cuerdas
más sensibles del psiquismo femenino
y de la esperanza cristiana.
8. Feminismo y procreación
Queda
dicho que el término hombre se refiere por igual al varón y a la
mujer, los cuales son en paridad absoluta imagen de Dios por la dotación de
alma racional. La diferenciación sexual corresponde ya a lo que de común
hallamos en el hombre y los
animales. El sexo, por tanto, no puede ser principio de discriminación humana.
Es principio de diferenciación de funciones de acuerdo con la
diversa constitución o estructura física. Desde estos presupuestos se preguntaba S.
Agustín sobre la finalidad
inmediata para la cual Dios creó la mujer, es decir, a ese hombre de sexo femenino, como complemento y ayuda del varón, o lo que es igual, de ese hombre con sexo masculino.
Ateniéndose a los hechos obvios de la
intercomunicación sexual entre el varón y la hembra y usando la imagen del sembrador y la
tierra, escribe S. Agustín: «Si se me pregunta para qué haya convenido hacerse esta ayuda, probablemente
ninguna otra cosa encontramos, como no sea
la generación de los hijos, así como la tierra es una ayuda para la
semilla, puesto que de una y otra nacen las
plantas (...) Este motivo de la
creación y de la unidad del hombre y la mujer y la bendición no desapareció después del pecado y
castigo del hombre. Ella (la mujer) es la que en la actualidad conserva la tierra poblada de hombres que la dominan».
Y más adelante añade: «Si la mujer no fue creada para ayudar al hombre en la generación de los hijos,
¿para qué ayuda fue creada? (...) No
encuentro para qué ayuda del hombre fue hecha la mujer si prescindimos del
motivo de dar a luz a los hijos».
Esa misión procreativa del sexo es
anterior e independiente del pecado original que desequilibró la buena
marcha de la vida sexual.
E insiste: « ¿Por qué otra cosa buscó una ayuda en el sexo femenino, sino
para que sembrando el género humano en la naturaleza de la mujer, ésta,
siendo como la fecundidad de la tierra, ayudara al nacimiento de los hombres?». Abundando en el hecho de la diferenciación sexual vuelve sobre la misma idea: «Si se me
pregunta para qué ayuda del hombre fue hecho aquel sexo (el femenino), considerando todas las cosas con la mayor
diligencia que puedo, no se me ocurre otro
motivo, si no es el de la prole».
Esta finalidad prioritaria de la
diferenciación sexual y perpetuación de la especie se mantiene en el
matrimonio como institución
natural. Dicha transferencia implica algunos aspectos importantes que
repercuten en la sociología agustiniana del matrimonio. Para S. Agustín,
por ejemplo, la
finalidad original de la institución conyugal es antes que otra cosa la procreación al
servicio natural de la especie humana[ii]. Pero la esencia del matrimonio no consiste en la procreación sino en la comunidad constituida por entrambos sexos, independientemente de que haya o no de hecho
procreación. De lo contrario no se podría hablar, por ejemplo, de matrimonio entre ancianos o dejaría de serlo para
aquellas parejas que por razones
ajenas a su voluntad, o de mutuo acuerdo,
se abstienen temporalmente de tener hijos. S. Agustín destaca a este
respecto el hecho de que la madurez matrimonial
no corresponde siempre o coincide con la lozanía de los cónyuges ni con su capacidad o frecuencia de intercambios sexuales procreativos.
La
institución matrimonial cumple así con un cometido social insustituible. Por lo
pronto, realiza el designio específico que le es asignado por el Creador de
conservar la especie en condiciones adecuadas. La
fecundidad está al servicio de la
sociedad, y el matrimonio
tiene como misión existencial en todas
las latitudes del orbe, cualquiera
que sea la forma concreta que adopte, la de asegurar la procreación en condiciones humanas apropiadas. Este servicio a la raza humana justificó incluso
la poligamia en el Antiguo
Testamento.
La mujer
en cuanto mujer y el hombre en cuanto hombre son ambos imagen de Dios y por
ello su fin primario y
específico como individuos es conocer y amar a Dios su
Creador y a ese fin último han de ordenar todos sus actos. Ahora bien, bajo la
razón de varón y hembra, es decir, en cuanto sexualmente
diferenciados en su constitución anatómica,
tanto el uno como el otro deben ordenar su vida sexual prioritariamente
y como fin inmediato al servicio de la
especie. Vistas así las cosas, el
placer sexual es una ayuda de la naturaleza para mejor cumplir con el fin que es la procreación. Si el placer sexual fuera un fin en sí mismo
caeríamos en una especie de erotismo infecundo demoledor de las leyes de la naturaleza mediante la inversión de los fines.
En todo esto S. Agustín no hace
ninguna discriminación entre el
hombre y la mujer. La obligación masculina de sembrar no es mayor ni
menor que la femenina de gestar la semilla como la tierra fecunda. El hecho de
que en el relato bíblico se hable primero de
la creación del varón y después de la
mujer no significa superioridad de naturaleza, sino prioridad de tiempo por
parte del hagiógrafo. Lo masculino no es superior a lo femenino ni lo
femenino algo menguado respecto de lo
masculino. Son términos simplemente correlativos implicados en la unidad de la
naturaleza específicamente humana
significada por el vocablo hombre.
Según la
estructura literaria del relato bíblico, primero creó Dios al hombre a su imagen
y semejanza en cuyo acto están incluidos por igual el hombre y la mujer.
Después se entiende que ese hombre o imagen de
Dios es corporalmente macho y hembra con
vistas a las funciones reproductivas.
De donde se infiere que aquella diferenciación sexual, que distingue corporalmente a la mujer y al varón, se ordena de por sí a la reproducción de la
especie. El placer sexual, por tanto, no es
un fin primario sino un medio
concomitante que ayuda al logro feliz del fin primario o inmediato, que
es la procreación.
9. Adulterio y discriminación
femenina
Hablando de matrimonio surge
inevitablemente la cuestión del adulterio, que en tiempo de S. Agustín se planteaba en términos muy crudos hasta tal
punto que dedicó una obra a tratar el
problema. Muchos conversos cristianos estaban acostumbrados a tener amantes y les
resultaba muy difícil guardar la fidelidad a la esposa con la
que cristianamente se habían casado. El adulterio era una verdadera peste. Muchos y muchas
llegaban al despacho del obispo pidiendo justificaciones para llevar a cabo sus
propósitos de normalizar a nivel de conciencia el adulterio y el
divorcio o justificar el
matrimonio con el cotejamiento de amantes. A veces S. Agustín no disimula su pesimismo por lo mal
que vivían los matrimonios cristianos. «Uno
de los lados más tristes de mi
oficio, dijo públicamente en una
ocasión, es que de ordinario tengo que
conocer a los adúlteros y me pasan desapercibidas las personas decentes». Fustiga
el adulterio y el divorcio como
obra del mismísimo diablo. Los
adúlteros son contados entre los que
no podrán ser salvados a menos que
retracten su conducta. Da la
impresión de que el adulterio era
asunto característico de los hombres, contra
los cuales S. Agustín tenía que
escuchar las quejas y lamentos de las esposas traicionadas hasta dentro de sus propios hogares.
Ahora bien, en igualdad de
circunstancias, es decir, cuando tanto el hombre como la mujer cometen adulterio, la ley
debería castigar con mayor
severidad al hombre adúltero
que a la mujer adúltera.
Sobre todo tratándose de matrimonios cristianos ya que el marido asume la responsabilidad
de simbolizar con su conducta al
mismo Cristo, Cabeza de la Iglesia,
que es simbolizada por la esposa, no
en calidad de sierva sino de compañera, es decir, a nivel de
iguales.
Los maridos adúlteros se indignaban porque la ley cristiana era más dura
con el hombre. La mentalidad corriente era
que el varón como tal es superior a la mujer y, por lo tanto, que la ley debería reconocer esa supuesta superioridad viril permitiéndole mayores libertades en
materia de infidelidad conyugal y
castigando más a la mujer infiel. De
hecho ese era el espíritu de la legislación romana derivada del
paganismo. Contra esa mentalidad S. Agustín aboga por la igualdad entre el hombre y la mujer en el trato legal de su comportamiento social adulterino:
«Cuando recomendamos a los maridos, dice, que perdonen a sus esposas adúlteras, no solamente no mitigan el rigor
de su severidad, sino que con enojo se rebelan contra la justicia y la verdad y a cada paso replican: es
que nosotros somos varones; ¿acaso la
superioridad de nuestro sexo puede
tolerar la injuria de que, si nos
mezclamos con mujeres extrañas,
seamos castigados con las mismas penas que
las esposas infieles? (...) Se indignan
cuando oyen que los maridos adúlteros
expían su delito con las mismas penas que
las esposas adúlteras, cuando, por otra parte, convendría que fuesen castigados con tanto más rigor
cuanto mayor obligación suya es
aventajar en virtud a sus esposas dando
buen ejemplo».
Se refiere S. Agustín a los matrimonios
cristianos que no se guardan mutua fidelidad. Precisamente aquí resalta la novedad
cristiana de la dignificación de la mujer respecto del hombre, lo que es
patente por la alusión agustiniana a la mentalidad discriminatoria reflejada en
la legislación civil,
contra la que opone la eclesial concediendo el mismo trato para los mismos
delitos desde una concepción dignificada de la mujer ausente en la mentalidad
pagana. «Aquellos que se
ofenden, continúa S. Agustín, porque se dé al marido la misma regla de
castidad que a la esposa y prefieren, máxime en esta materia, someterse a las
leyes del mundo más que
a las de Cristo, ya que los tribunales civiles no parecen sancionar el
adulterio del marido con la misma severidad que el de la esposa, pueden leer
lo establecido sobre este
asunto por el emperador Antonino, quien, por cierto, no era cristiano.
En su decreto no se da acción contra la esposa adúltera al marido que con sus
costumbres no haya dado
ejemplo de castidad, de modo que ambos deben ser condenados si en la contienda ambos fueren convictos de lascivia”. El texto se comenta por sí solo. El adulterio debe ser legalmente castigado, pero no
discriminando a la mujer suponiéndola
inferior al hombre.
10. Feminismo y «machismo»
Afirmada la dignidad humana de la mujer
como imagen de Dios, S. Agustín
no pierde de vista que una mujer mereció ser madre de Cristo. Es el culmen de
la dignidad humana que fue pisoteada siempre por la promiscuidad, por las infidelidades adulterinas por parte
del hombre y el comercio de la prostitución.
Del mismo Platón llegó a decir S.
Agustín que había ofendido al género humano en su modo de considerar socialmente a las mujeres. El
hecho mismo de insistir tanto en la
fidelidad de la esposa a su marido supone un deseo vehemente de liberarla de la
promiscuidad. Cuando S. Agustín
afirma que el marido es cabeza de la
esposa lo hace en sentido bíblico-paulino, en el que no se trata de
hacer al hombre superior a la mujer sino de
igualar responsabilidades. Sólo cuando el marido se comporta a la altura de lo
que cristianamente simboliza la esposa
le debe estar sumisa. La esposa, advierte S. Agustín, no puede ser
tratada por el marido bajo ningún pretexto
como objeto de propiedad o de placer. El imperio o autoridad del marido se entiende como un acto de servicio amoroso constante a la esposa dedicándole las
primicias de sus atenciones. Su amor
a ella debe ser tal que trascienda la
tumba.
Lo que actualmente se ha llamado
«machismo» era lo más normal en la época de S. Agustín. Quien no cohabitaba sexualmente, dice,
con la criada, con las bailarinas, citaristas o cualquier tipo de
prostitutas socialmente aceptadas, era tenido por poco hombre y mentecato. En una ocasión dijo
que se había llegado socialmente a tal grado de corrupción moral que los
sexualmente honestos se sentían
avergonzados entre los impúdicos y pervertidos. Mientras a la mujer no se le perdonaba
la menor debilidad en
materia de infidelidad los hombres se jactaban de comerciar sexualmente a su gusto y los tribunales ni se lo tenían en
cuenta. S. Agustín denunció esta discriminación
contra las mujeres hasta el punto de pedir, como queda dicho, mayor severidad
penal para el hombre, en igualdad de circunstancias, que para la mujer. De todo tenía que oír pero lo que peor soportaba
era el que pretendieran gloriarse de
su virilidad quienes obraban de ese
modo injusto. Algunos replicaban cínicamente con un resignado y cómodo: «no puedo». En opinión de S. Agustín este pretexto de impotencia para continuar
humillando a las mujeres lo único
que demostraba era su inutilidad
viril. Esos tales, dice, si de algo no tienen nada es precisamente de hombres.
El hecho de que los sexualmente menguados
suelen ser tiranos con la
novia, la esposa o las hijas fue otro detalle interesante que no le pasó a S. Agustín
desapercibido. Los impúdicos, dice, odian
sobremanera el que las mujeres sean fértiles.
¿Qué joven no es celoso de que a su novia no la haya tocado nadie, aunque él mismo sea impuro? Los que se mofan de la castidad no perdonan a su mujer
la menor debilidad en esta materia y
suelen ser unos tiranos con las
propias hijas, mientras ellos mantienen relaciones sexuales con otras
mujeres. Quienes así piensan y
se comportan presumen de una
virilidad de la que de hecho carecen.
S. Agustín les recuerda que, además de
injustos, ponen en evidencia su menguada hombría. En su odiosa desaprensión no quieren pensar que también las mujeres
son de carne y hueso y que ellos no
tienen derecho a exigir de ellas lo que ellos mismos se niegan a cumplir.
En este orden de cosas recuerda S.
Agustín el caso típico de los viajantes que dejan en casa a la joven
esposa abrasada en su
juventud, pero que no la perdonarían la más pequeña infidelidad,
mientras que ellos tienen a gala yacer con la primera que esté dispuesta. En lo
cual pretenden cifrar su
hombría y masculinidad. Esos tales de hombría no tienen nada. El marido
realmente viril es fiel a su esposa y no pierde el control de sí mismo en los
actos de intimidad con ella, preocupándose más de hacer feliz a su consorte
que de satisfacer brutalmente sus
instintos sexuales. Increpaba
a las mujeres para que en esta
materia no cedieran ni un palmo de sus
derechos. S. Pablo dijo que el marido y la esposa se pertenecen sexualmente. La esposa no es dueña de su
cuerpo, es decir, de su sexo, sino el marido. Pero el marido tampoco lo es del suyo, sino la esposa. «Mujeres, llegó a gritar en una ocasión, en lo tocante a esto, defended vuestra
causa».
11. Feminismo y control de
natalidad
S. Agustín fue sensible a la
angustiosa preocupación de otros tiempos por la supervivencia de la especie
humana. Pero en su opinión conviene no
dramatizar el asunto. La naturaleza se defiende por sí sola sin necesidad de
estimularla demasiado. Estaba convencido de que en su época la naturaleza
humana se auto-bastaba para asegurar el futuro biológico de la especie sin
necesidad de atizar los incentivos procreativos. Una cosa es que el sexo esté destinado
natural y prioritariamente a la procreación, y otra muy distinta que el
procrear haya de ser la preocupación única y exclusiva del matrimonio. Por eso, la
castidad, la
virginidad y la razonable continencia matrimonial por nobles motivos, para
S. Agustín son formas de conducta de una incalculable importancia social y
humana.
Dice textualmente: «No comprendo
para qué otra ayuda del hombre fue creada la mujer si se prescinde de la
causa de engendrar (...) ¿De dónde le viene a la piadosa y fiel virginidad el
grande y excelente mérito que tiene delante de Dios,
si no es porque en este tiempo el abstenerse ya del abrazo carnal lo
suple la gran abundancia de hombres que existen en todas las
naciones, para completar el número de los santos, y cuando el ardor
de la torpe concupiscencia no reclama para sí esta acción, puesto que ya no lo
exige la necesidad de una descendencia abundante?». He aquí proclamado un auténtico
control de natalidad. Pero oigamos de nuevo al Hiponense: «La necesidad de
una copiosa generación
no urge hoy como en los tiempos del Antiguo Testamento, cuando, no obstante la
fecundidad de las mujeres, le
estaba al marido permitido tomar otras mujeres para legar una numerosa
generación a la posteridad. La diferencia de las épocas influye de tal
modo en la oportunidad para
hacer una cosa o dejar de hacerla, que actualmente es preferible y más
perfecto no ligarse con el vínculo matrimonial, a no ser que resulte muy
difícil la continencia. Antes,
en cambio, estaba permitido, sin incurrir en culpa, desposarse con
varias mujeres incluso a quienes podían fácilmente abstenerse del matrimonio,
pues la piadosa necesidad
de aquellos tiempos no había impuesto otro orden de cosas».
Así
pues, el criterio para estimular o
moderar la natalidad, según
S. Agustín, depende del grado de necesidad que imponga la supervivencia de la
especie humana de acuerdo con las circunstancias. S. Agustín pensaba que en su tiempo la raza
humana no corría peligro de extinción, por lo que era más razonable preocuparse menos por engendrar biológicamente y
más por regenerar en Cristo a los ya
nacidos, los cuales continuarían
reproduciéndose sin necesidad de estímulos
especiales. La especie se auto-asegura su futuro pero no se regenera sin Cristo. Ahora
bien, ¿cómo llevar a cabo esa moderación razonable de la natalidad? La forma perfecta sería, según S. Agustín, mediante una prudente continencia que no
ponga en peligro la vida íntima de
los cónyuges, mediante la virginidad
como testimonio de la futura
resurrección y la aceptación del estado de viudez para entregarse enteramente a Dios y al servicio de los demás. Todo esto presupone la concepción
cristiana de la vida que trasciende la
caducidad del tiempo y nos proyecta
en la eternidad.
Con estos presupuestos de fondo S. Agustín
desestimó todos los métodos
anticonceptivos contra la naturaleza al tiempo que invitaba a los cónyuges a
soportarse mutuamente sus
debilidades sexuales con el fin de evitar males mayores, tales como el adulterio, el divorcio,
la esterilización de las mujeres, el recurso
al aborto y el infanticidio, que
eran lacras de su tiempo. Con tal de evitar estos males mayores habría que tolerar en la intimidad
conyugal formas de comportamiento sexual antiestéticas y hasta cierto
punto antinaturales. Por una parte azuza a las mujeres contra los maridos
infieles, pero, por otra, reprocha a las que, por no tolerar ciertas debilidades sexuales en casa, son causa de que el marido termine siendo infiel y perverso
fuera de ella.
Lo que
en ningún caso reconoce S. Agustín como éticamente legítimo es la práctica
de técnicas esterilizadoras y toda suerte de métodos anticonceptivos con la
única intención de evitar
la procreación y gozar del placer sexual entregándose a él como un fin
único y exclusivo. Con mayor fuerza aún fustiga el aborto y el infanticidio.
«Los que con métodos
criminales, escribe, impiden la procreación, aunque reciban el nombre de
esposos, no lo son, ni su unión es verdadero matrimonio sino que cubren sus torpezas
con el honesto nombre
del matrimonio hasta el punto de exponer los hijos que nacen contra
su voluntad». No es que su unión no sea matrimonio, sino que se comportan de
una forma que no es
la que corresponde al mismo. Son los que se casan con la obsesión
del goce sexual evitando las
responsabilidades de la procreación y que se asemejan mucho en su forma de actuar a la praxis de la
prostitución en la que se pacta el
sexo por el sexo. En todo esto S. Agustín
tiene muy en cuenta la mentalidad maniquea sobre la existencia de un presunto
pecado en la unión natural del alma
con el cuerpo, en cuyo aberrante contexto la contracepción en el terreno de la prostitución resultaría
siempre aconsejable.
En otro
lugar escribe: «Muchos frutos se fructifican sobre la tierra y, entre todos, los hijos son la multiplicación más
venturosa. Pero a los hombres avaros la misma fecundidad les disgusta porque si nacen muchos hijos temen que los puedan
dejar en la pobreza. Tal preocupación
conduce a muchos a tal extremo de
impiedad que, olvidándose de que son padres y despojados de afecto humano, exponen a sus propios hijos para
que sean de otros. Abandónales la que los pare y recógelos la que no los dio a luz. Aquélla los despreció y ésta los ama. Aquélla es madre carnal pero falsa.
Esta, en cambio, es verdadera por el amor».
Otro
texto importante en el que el Hiponense echa por tierra todos los métodos
artificiales para regular la natalidad es el siguiente: «A veces llega a tal
extremo la libidinosa crueldad que se procuran venenos esterilizadores. Y si éstos
resultan ineficaces, matan en
el seno materno el feto ya concebido o lo arrojan fuera». Estos que
así obran, dice, se comportan como rufianes y prostitutas. De
todo lo cual se infiere que la natalidad debe ser razonablemente controlada, pero por los propios
cónyuges y respetando la integridad
de la naturaleza sexuada de la esposa, del
marido y del feto, como obra todo ello de Dios. Toda agresión arbitraria contra la naturaleza para
impedir la procreación y disfrutar de
la vida sexual es una deuda gravísima
contraída con el amor humano de la que Dios pedirá cuentas en el foro de la conciencia. Según S. Agustín, quienes pretenden justificar el control de
natalidad alegando razones económicas
suelen ocultar otras razones de honestidad
dudosa cuando no manifiestamente perversas. La provocación directa del aborto no tiene la menor posibilidad de justificación en el pensamiento de S.
Agustín.
12. Naturaleza y
contra-naturaleza del acto conyugal
Admitido el razonable control de natalidad, se plantea el
problema de cómo practicarlo. Por de pronto, los derechos de la prole son sagrados y los
métodos para controlarla han de estar siempre de acuerdo con las leyes de
la generación. Estas dos condiciones tienen que salvarse siempre. La primacía
de la continencia matrimonial sobre la procreación sin más como ideal de
perfección cristiana no autoriza de ninguna manera modificar la estructura
psico-fisiológica del coito conyugal. La continencia así entendida significa la
capacidad de abstención
motivada por razones superiores prudentemente aceptadas, pero no agresión a la
naturaleza. Los modos ideales para controlar la natalidad son, según S. Agustín, la
continencia total o temporal, la consagración religiosa mediante el voto de
virginidad y la aceptación del estado de viudez por motivos sobrenaturales. Todo
esto, si se vive con
espíritu apostólico de acuerdo con el orden de cosas instaurado por Cristo, es
de suyo más perfecto que el simple matrimonio y el ejercicio de la
generación. En el terreno de los principios esto tampoco deja lugar a dudas en el pensamiento
ético de S. Agustín.
Ahora bien, ¿cuáles son los abusos matrimoniales que
pueden cometerse en
el ejercicio de la generación de la prole? ¿Qué métodos considera S. Agustín
antinaturales para llevar a cabo un aceptable control de natalidad y cuáles son los
criterios morales que han de presidir toda la problemática existencial de
los esposos en cada situación erótica concreta? Esto nos introduce de lleno en el
problema ético de la
contracepción y de los conflictos internos de los cónyuges. La respuesta a
esta delicada cuestión a nivel de fría objetividad exige una precisión sobre
la idea agustiniana de naturaleza en relación
con el problema planteado y la relación
entre convivencia sexual y
pecado. El término naturaleza (natura) es muy usado por San Agustín,
pero su significación hay que determinarla en cada caso concreto. Filológicamente hablando es
sinónimo de sustancia, la cual, como queda dicho, en sentido filosófico estricto significa el ser o realidad
básica existencial. Toda entidad, desde Dios hasta la materia primera, es
sustancia.
Pues bien, la
naturaleza específica del hombre es su racionalidad dotada de libre
albedrío. En ella radica toda su dignidad. La inteligencia es imagen y
semejanza de Dios. Así pues, todo cuanto de algún modo entorpece el
ejercicio de la razón va contra el
hombre y en tal sentido se dice antinatural.
La libido embiste contra la razón
entorpeciendo su libre ejercicio, sobre todo
durante el orgasmo y en ciertos
estados patológicos. En la medida en que los impulsos sexuales se apoderan del sujeto éste se deja llevar
por ellos obrando contra los
dictámenes de la razón, es decir, contra su propia naturaleza racional. Todo
esto está reclamando una continua
ascesis de autodominio e integración de la libido en el contexto totalitario de
la personalidad presidida por la
razón y los valores superiores del espíritu. De ahí el valor pedagógico de la continencia prudentemente practicada y la incorrección moral de los que se
entregan en el matrimonio al placer sexual excluyendo la prole.
De esa forma de comportarse resulta el debilitamiento del libre
albedrío. Mengua de libertad que sólo queda justificada con la
aceptación de la prole. La libido indómita, tanto en el sentido general de concupiscencia, como de concupiscencia
sexual en concreto conlleva siempre
un fallo en la naturaleza humana. Deficiencia
que sólo se compensa con la noble aceptación de la prole. Los derechos de la prole son intocables hasta el punto de que su aceptación generosa compensa
en el individuo cuanto de irracional
pueda darse en los impulsos brutales
de la libido.
Pero el término naturaleza es bastante
elástico. Existen naturalezas individuales y sociales. Y así como puede darse un comportamiento
antinatural contra el ser del individuo, también contra el ser social. En el
caso concreto contra el ser
del matrimonio, o naturam nuptiarum, como dice S. Agustín. Se trata entonces de saber en qué consiste, según él, el uso natural y antinatural de la praxis
erótica de los cónyuges.
Pienso que para responder a esta cuestión
hay que distinguir en S.
Agustín dos series de textos: aquellos en los que la significación de natural y antinatural es de inspiración exclusivamente
paulina y otros en los que S. Agustín tiene en cuenta primordialmente la
razón existencial de la institución matrimonial dentro de los planes de la
naturaleza universal. Hay que
tener cuidado también en captar el sentido exacto de muchas expresiones. Por ejemplo, algo
puede considerarse contra la naturaleza en
el sentido de que no se ajusta a lo que normalmente acontece. En tales casos, el esse
contra naturam equivale a esse
contra consuetudinem naturae. La idea es de inspiración paulina. S. Agustín se refiere a Rom, 11,24. Según la común estimación del hombre existen olivos auténticos y oleastros.
Aquéllos son naturales y estos
ilegítimos. El injerto, pues, de un olivo silvestre en otro natural resulta antinatural. Así entendida la naturaleza puede decirse que en ocasiones Dios
actúa en contra de ella, es decir, contra el curso ordinario de los acontecimientos y el resultado de esta
contra-acción son las obras
maravillosas de Dios.
Me parece, sin embargo, que la fórmula contra consuetudinem naturae no debe confundirse
con la expresión contra morem. Esta segunda se refiere
exactamente a las costumbres sociales relativas a los modos y usos según las
circunstancias de los tiempos. Una cosa
puede ser contraria a las costumbres sociales de una determinada época y no
contra la naturaleza o cursum solitumque
naturae. La fórmula contra
praeceptum se refiere
concretamente a las leyes positivas vigentes, divinas y humanas.
Volvamos ahora a la naturaleza referida al ser del matrimonio. La naturaleza funda las bases del comportamiento ético y del orden natural en íntima relación con la ley
eterna como voluntad del Creador, el
cual quiso un orden de cosas tal que
cualquier intento de perturbarlo constituye en sí y objetivamente un delito moral. Todo pecado es en
alguna medida algo contra la naturaleza
y la conservación de ese ordo naturae exige respeto al ser que las cosas recibieron de Dios y la reparación de los desórdenes introducidos
en la naturaleza por el hombre libre.
Pues
bien, dentro de ese ordo naturae parece
que el acto conyugal está naturalmente destinado a la procreación. Lo cual no significa que el matrimonio se constituya
por la procreación sino que la unión
sexual tiende de por sí a realizar el
fin natural inmediato del matrimonio mediante la procreación. La estructura
misma del coito tiende de por sí a la
fecundación y ese orden de la naturaleza incluye el equilibrio personal de la libertad. De ahí la
preocupación agustiniana en el
sentido de que los impulsos de la libido sean racionalmente gobernados. Todo
desorden de ese tipo entre los cónyuges
es algo contra su propia naturaleza racional. Pero el matrimonio tiene también como finalidad el encauce adecuado de esos impulsos hostiles a la libertad y
por ello, cuando los cónyuges los
desbordan rechazando conscientemente
las naturales implicaciones fecundantes
del ejercicio sexual, introducen un desorden y perturban la naturaleza del matrimonio en su original razón de
existir.
El acto sexual, por tanto, realizado con
propósito de procrear y en condiciones psicológicas tales que sus agentes siguen a la razón y
no a la necesidad
bruta de la libido, posee una bondad
absoluta y puede decirse que es completamente
natural. En tales casos gobierna la razón y se sirve a la causa del
Creador. Eso es todo. Cuando por alguno de esos dos capítulos hay algún fallo ya no puede decirse que los cónyuges obren totalmente de acuerdo con la naturaleza del
matrimonio.
Precisemos aún más las nociones de naturaleza y contra-naturaleza
del matrimonio. La
clave es la prole. Es natural lo que favorece a la prole y antinatural lo
que la perjudica. En este
sentido la poligamia veterotestamentaria no era antinatural o contra la
esencia del matrimonio. La razón es porque distintas mujeres pueden concebir de un
solo varón, mientras que
una sola mujer no puede ser fecundada por varios hombres a la
vez. Por supuesto que S. Agustín ni
se imaginó que algún día se podría fecundar artificialmente a una mujer
utilizando un semen sintetizado. Lo condenaría
sin más.
El uso natural del matrimonio es
el que se ajusta estrictamente a las necesidades de la procreación. El uso contra la naturaleza, en cambio, significa
tanto como hacer vida sexual matrimonial evitando consciente y
deliberadamente la procreación. En todo esto S. Agustín no pierde de vista el
texto paulino de Rom 1,26,27. El Apóstol dice que los romanos abandonaron el uso
natural de la mujer abrasándose en las ascuas de la homosexualidad. S.
Agustín comenta que el Tarsense dijo uso natural en lugar de uso conyugal por
referencia al fin obvio para el cual los órganos sexuales
fueron estructurados
anatómicamente, a saber, para que mediante el acoplamiento de ambos sexos
se produzca la generación. En
este sentido el yacer con una prostituta, por muy de lamentar que sea, no
es contra la naturaleza si los responsables yacen respetando la estructura
sexual del cuerpo. En cambio, si un hombre y una mujer cohabitan haciendo uso de los
órganos genitales contra el sentido obvio indicado por su estructura y la dirección
según la cual los impulsa
espontáneamente la libido, se comportan contra la naturaleza, aunque sean marido
y esposa.
S. Agustín distingue cautelosamente
dentro del matrimonio entre uso natural y uso ilegítimo para hacer el balance
ético. Este segundo aspecto
implica, cuando menos, un uso inmoderado del acto conyugal y, por tanto,
más o menos irracional, aunque no necesariamente contra la naturaleza. De lo dicho hasta
ahora podemos inducir ya la conclusión siguiente: según S. Agustín, el coito conyugal
es contra la naturaleza
racional de los cónyuges como individuos humanos y contra la del
matrimonio siempre que se realiza de suerte que la generación resulte deliberadamente
imposible.
Se comprende ahora la mentalidad agustiniana contra la esterilización y
toda suerte de métodos anticonceptivos. Feticidio, homicidio, suicidio y
aborto son crímenes éticos fuertemente fustigados por S. Agustín. «Los que con
medios criminales
impidan la procreación, aunque reciban el nombre de esposos, no lo son, ni su
unión es verdadero matrimonio, sino que cubren sus torpezas con el honesto nombre del
matrimonio, hasta el punto de exponer los hijos que nacen contra su
voluntad». Ya he comentado más arriba el significado de este texto. Desprecia S.
Agustín el argumento económico en sí mismo como motivo suficiente para impedir la prole, como también
queda dicho. Tenemos, pues, que la piedra de
toque es siempre la prole, cuyos fueros han de ser a toda costa respetados, sin
que ello se oponga a un razonable
control de natalidad en el sentido
también antes explicado. Entre ambas
exigencias no hay conflicto. Pero quede claro que toda frustración o mutilación deliberada es una
agresión moral contra Dios mismo, autor de los miembros corporales y de sus
sentidos. La misma sustancia corporal
es un don de Dios. Más aún: el semen humano,
de cualquier hombre que proceda, es criatura de Dios y nada de malo tiene en sí. El mal está en utilizarlo perversamente
cuando no conviene. La naturaleza del acto conyugal sólo se salva cumplidamente cuando se
ordena a su fin inmediato, que es la
generación de la prole y por ende, en la medida en que se obstaculiza el cumplimiento de ese fin se dice que es
antinatural.
13. Convivencia sexual y
responsabilidad
Lo dicho en el número anterior se refiere
al orden estrictamente objetivo. Lo que se
dice a continuación se refiere al
orden subjetivo, es decir, de la culpa moral que puede surgir de la
perturbación del orden objetivo. En
este orden de cosas S. Agustín establece un paralelismo entre la lujuria y la gula y la unión conyugal que rechaza libidinosamente la prole. Lo que es para
algunos el apetito inmoderado de comer y beber, eso es en el matrimonio el uso inmoderado del débito conyugal,
que S. Pablo, en opinión de S.
Agustín, tolera bajo culpa leve. Se
tiene la sensación de que toda satisfacción erótica dentro del
matrimonio no disfrutada en el contexto de la procreación es una debilidad humana no exenta de culpa moral, por leve que ella sea. Las relaciones sexuales dentro del matrimonio en tanto son dignas de todo respeto en
cuanto se realizan en función de la
procreación. Cuando se traspasa la
barrera de las necesidades de la procreación la libido se apodera de la
razón y ahí está el fallo, por tolerable que sea.
Según
algunos, S. Agustín habría dado pie para pensar que S. Pablo condenó el
matrimonio al interpretar las «tribulaciones de la carne» del texto paulino y recomendar la virginidad consagrada como ideal de perfección
cristiana. Se defiende de semejante calumnia pero sin retirar la culpabilidad del uso inmoderado y anti-genésico de
las energías sexuales. La
energía sexual se ordena por su propia naturaleza a la generación responsable. Por ello la satisfacción del orgasmo nada tiene de reprochable ya que es algo necesario
brindado por la naturaleza. Pero toda
extralimitación más allá del propósito
de engendrar termina postrando a la
razón ante la libido. Toda humillación de la razón en este sentido conlleva cuando menos una falta
moral leve dentro del matrimonio. El
defecto está en el abandonarse a la
voluptuosidad, aunque sea entre esposos, prescindiendo de la generación. Lo ideal sería que la
concupiscencia respondiese siempre a
los criterios de la recta razón.
Donde se
concede indulgencia y perdón es porque hay alguna culpa. Y si el acto
matrimonial realizado con propósito procreativo es de suyo óptimo, lo que S. Pablo
indulgentemente tolera
no puede ser otra cosa que el disfrute egoísta de la relación conyugal
sin deseos de engendrar. Cuando de una manera consciente y planificada se busca
la satisfacción
sexual por sí misma desconectada de la procreación se incurriría ya en un
tipo de comportamiento contra la naturaleza misma del acto matrimonial y
del matrimonio mismo.
Según S.
Agustín, la voluntad expresa de procrear cohonesta toda la dinámica
sexual requerida y no hay lugar para la culpa personal. Otras veces se trata de
mero desahogo sexual pero aceptando todas las
consecuencias de una posible generación. Cuando esto ocurre, nos hallamos en el terreno
de las debilidades
humanas no exentas de falta moral leve. La culpa realmente grave
empieza cuando intencionadamente los cónyuges sólo buscan satisfacer la concupiscencia
rechazando las responsabilidades concomitantes de la prole. En estos casos S.
Agustín no admite excusas ya que en el rechazo de la prole se incluye la no
aceptación del hijo ya engendrado, el aborto, la esterilidad y los métodos anticonceptivos
utilizados con intención anti-genésica así como el onanismo.
La fecundidad es un don de Dios que ha de
prevalecer sobre el principio
del placer por el placer y el miedo irracional al embarazo. Cuando los esposos engendran
según la naturaleza obran
bien. Pero cuando se entregan a la voluptuosidad desvinculada de la generación se
comportan como bestias
(bestialiter). Este término se ha de interpretar en sentido literal y no como
insulto. S. Agustín insiste mucho sobre la falta moral de
todo acto matrimonial
realizado sin el propósito de engendrar. Cabe pensar que el texto paulino le
ha despistado teóricamente hablando. Pero S. Agustín era terriblemente realista y
conocía bastante bien las
situaciones personales de los casados sin olvidar su propia experiencia vivida
con la madre de su hijo. Tanto es así que en la práctica apenas daba
importancia a esa supuesta
culpabilidad atribuida por el Apóstol Pablo al uso voluptuoso del matrimonio,
sobre todo cuando estaba en juego la fidelidad conyugal. La pureza conyugal y
la fidelidad matrimonial son un don de Dios y cuando los cónyuges, impulsados por la
humana fragilidad, van algo más allá de lo que pide la necesidad de
engendrar, quedan dispensados por la bondad misma del matrimonio y su función
restauradora. La tribulación de la carne
lleva consigo la aceptación de todos los trabajos
y fatigas de la vida matrimonial.
En
función de la fidelidad conyugal la parte inocente debe tolerar ciertos abusos sexuales en el matrimonio. Mal está que una mujer, por ejemplo, se
sirva del marido sólo para satisfacer su hambre sexual. Pero esto es preferible
a permitir aventuras fuera del matrimonio . S. Agustín
llega a decir que los esposos deben
hacer vida sexual, incluso evitando la procreación, si tolerando esos
abusos se evita el adulterio y toda suerte de infidelidades extramatrimoniales.
Ni siquiera por motivos ascéticos debe el cónyuge
inocente negarse al débito conyugal, aún sin intención de procrear, cuando de esa manera se evitan otros
males que destruyen el matrimonio.
El buscar satisfacer la concupiscencia
entre esposos no pasa de ser una falta leve si de esa forma se evita el adulterio y la fornicación: «Hay hombres, escribe S. Agustín, de tal modo
dominados por la incontinencia, que
no se abstienen de acercarse a sus esposas
ni siquiera cuando están embarazadas. Pero hay que decir que todo lo que
los esposos realicen en contra de la moderación,
de la castidad y de la verecundia es un
vicio y un abuso, que no proviene del matrimonio sino de
los hombres mal educados». Esos
abusos, aun cometidos evitando la procreación, no afectan a la bondad
del matrimonio. «Porque entiéndase bien que
el matrimonio no es la causa de tales
excesos sino que por el matrimonio son tolerables o excusables. En consecuencia, los esposos están obligados a cumplir fielmente los deberes de la
unión conyugal con recíproca
donación en cuanto a la carne, no sólo con
el fin primario de criar hijos, que en este mundo visible y perecedero es la razón primera y el vínculo más
fuerte que unen a la sociedad del
género humano, sino también por
evitar el contraer, a espaldas de la unión sagrada, cualesquiera otros
vínculos concubinarios e ilícitos. Y por ellos
deberán en cierto modo convertirse el uno en esclavo del otro para ayudarse a soportar las flaquezas de
la carne, de tal manera que, si uno
de los esposos decidiera guardar perpetua continencia, no debería hacerlo sin
el consentimiento expreso del otro.
Por eso se ha dicho que la mujer no tiene potestad sobre su cuerpo, sino
el varón, e igualmente el varón no tiene potestad sobre el suyo, sino la esposa (ICor. 7,4). Lo que la mujer reclama del marido o el marido de la
mujer, aunque no sea con miras a la
procreación, sino por remediar la
fragilidad e incontinencia de la
carne, no pueden rehusárselo
mutuamente, a fin de evitar así la
condenable corrupción en que vendrían a dar los esposos movidos por el
demonio, bien fueran ambos a la vez o bien
por separado. El deber, pues, por el que los esposos hacen mutua entrega de sí
mismos con el fin de engendrar hijos está totalmente exento de toda
culpa. Si, en cambio, se hace uso del débito
conyugal sólo con el fin de satisfacer la
concupiscencia, dado que sea entre marido y esposa y por conservar la fe conyugal, la culpa no excede
de venial. El adulterio, en cambio, y
la fornicación constituyen pecado mortal”.
Entre los abusos que las mujeres suelen
verse obligadas a soportar a sus maridos señala S. Agustín la inmoderación o frecuencia
irracional de las relaciones sexuales, la falta de sentido estético para hacer
el amor y, sobre todo, el que el marido no respete ni siquiera los momentos más
delicados del embarazo. En todo caso se supone que no practican la vida
sexual contra naturam en el sentido paulino y obvio de la
expresión. Aun entre marido y esposa este tipo de comportamiento sexual va
acompañado de culpa moral grave. Más
grave aún que si de tal suerte se
yace con una prostituta. En cualquiera
de los casos los abusos sexuales dentro del matrimonio son siempre más tolerables que la infidelidad conyugal. Peca muchísimo menos (longe minus) el que abusa por inmoderación
con su mujer que el que se desahoga por una sola vez con una extraña. Lo que la esposa no debe tolerar al marido, según
S. Agustín, es que abuse de ella torpemente haciendo uso de los órganos genitales femeninos contra el fin
para el que los ha instituido la naturaleza. En estos casos, que sobrepasan la
simple falta de sentido estético, la esposa debe pensar en su propia dignidad
personal y en la del matrimonio, negándose a la cohabitación sexual aun
cuando de su negativa pueda resultar que
el marido se marche de casa a realizar sus propósitos con otra.
De lo expuesto se infiere que S. Agustín
no hace concesiones de ningún género en el terreno de la objetividad
pura. Pero es sumamente comprensivo en el terreno de la subjetividad distinguiendo con gran sentido práctico entre la maldad del corazón y las debilidades de la
naturaleza caída. De todos modos
cabe pensar que al principio interpretó
la condescendencia paulina en el sentido específico de pecado. Pero después se vio obligado a reconocer que tales supuestos pecados en la práctica y a nivel
subjetivo son poco menos que
inevitables, dada la condición de la naturaleza humana. S. Agustín conocía la conciencia de muchos y sabía que el egoísmo, la falta de
respeto con el propio cónyuge y la
frecuencia irracional del acto conyugal les intranquilizaba con razón. Esta intranquilidad de conciencia significa que algo falla y que no todo en
el monte es orégano. En el ejercicio legítimo de amor sexual dentro del matrimonio aparecen de hecho muchas
imperfecciones que S. Agustín compara
con los excesos en el comer y el beber y
otras debilidades humanas que se perdonan por la oración y los actos de caridad.
14. Sociología de la
prostitución
Se ha pensado que S. Agustín promocionó
la política de la
reglamentación de los burdeles para evitar males sociales mayores y proteger a las mujeres honestas. Este es
el texto en el que se ha tratado de
encontrar el fundamento de dicha opinión:
«¿Qué cosa más horrible que un verdugo? ¿Ni más truculenta que su alma? Y, sin embargo, él tiene lugar necesario en las leyes y está incorporado al
orden con que se debe regir una sociedad bien organizada. Es un oficio degradante, pero contribuye al orden ajeno
castigando a los culpables. ¿Qué cosa
más sórdida y vana que la hermosura y
las torpezas de las meretrices, alcahuetas y otros cómplices de la corrupción? Suprime el lenocinio de las
cosas humanas y todo se perturbará
con la lascivia. Pon a las meretrices en el lugar de las matronas y
todo quedará envilecido, afeado y
mancillado. Así pues, esta clase de hombres de vida desordenada queda reducido
a un lugar muy vil por las leyes del orden».
Para comprender el verdadero significado
de este sugestivo texto conviene no precipitarse. Por lo pronto se trata de un pasaje
meramente descriptivo con
concesiones al estado legal de su tiempo.
Pero, además, el tema central de la
obra en cuestión no es la prostitución sino la naturaleza del orden, es decir, la explicación de cómo
todas las cosas, aun las más
detestables en sí mismas, como la existencia legal de los verdugos y el fenómeno social de la prostitución, contribuyen de algún modo al orden. Por otra
parte, S. Agustín parangona la
existencia de las prostitutas a la del
verdugo. Ahora bien, como queda dicho más arriba, S. Agustín condenó siempre la pena de muerte como castigo legal y, consiguientemente, la
existencia del verdugo. Además, S.
Agustín escribió este texto al comienzo
de su carrera. Más adelante fustigó la prostitución sin paliativos ni excusas de ninguna clase. Pero antes
de pasar adelante veamos cómo comenta
un especialista el texto en cuestión: «La idea primordial del Santo es
demostrar cómo hasta los males
contribuyen al orden de la sociedad según el plan de la divina Providencia. Quien, apoyado en este pasaje,
quiera presentarle como patrocinador de la tolerancia o reglamentación del lenocinio, tenga en cuenta las advertencias
siguientes: el libro De ordine fue escrito en el otoño del año 386, cuando Agustín, catecúmeno, era aún novicio en ciencia cristiana, como él mismo lo
confiesa ingenuamente; lo mismo que
en sus posteriores escritos que en
sus sermones declara una guerra sin cuartel al torpe comercio; su celo pastoral logró suprimir casi por
completo en Hipona tan vergonzoso
vicio; para conocer el pensamiento de un autor, no basta un texto de difícil
interpretación como es el presente
sino que se han de cotejar otros explícitos
y claros, y éstos abundan en las obras agustinianas donde tan duramente se fustigan los espectáculos indecentes y toda suerte de impurezas. El P. A.
Brucculeri cree y con mucha razón que
S. Agustín no aborda la cuestión
sobre si el poder civil debe tolerar este vicio, sino que refiere el hecho de
la tolerancia civil y trata de encuadrarlo en el orden social».
Refiriéndose
a los maniqueos, entre los que la prostitución
estaba a la orden del día y se procuraba con diligencia que las prostitutas no quedaran embarazadas por
pensar que la procreación en sí
misma es algo malo, S. Agustín declara
expresamente que ambas cosas, la prostitución y la contracepción así como los métodos maniqueos de ejercerla constituyen un delito moral contra la ley natural
y la eterna: «En consecuencia, la ley
eterna condena la prostitución de las
mujeres que se ofrecen no con fines genésicos sino libidinosos. Así pues, el torpe comercio deshonra a todo el que con él trafica».
En otra ocasión se indigna el Hiponense
contra la afición de los cristianos a las prostitutas, olvidándose de que
esas mujeres
humilladas son seres humanos: «Nuestros cristianos, dice, no sólo aman
a las meretrices, sino que las traen. No sólo se apegan a las que ya había,
sino que traen otras que no había. Como si ellas no tuvieran alma y Cristo no hubiese
derramado también su sangre por ellas (…) En vez de salvarlas, como es
vuestro deber, preferís perderos con ellas (...) No tengo reparo en deciros:
imitad a la ciudad vecina de
Simitu (...). Habéis de saber que ninguno entra allí en el teatro, que no queda
allí ningún infame. El
Delegado intentó establecer allí estas torpezas, pero no entró nadie, ni principal, plebeyo o judío. ¿Es que
ellos no son honrados? ¿Acaso Simitu no es ciudad? ¿No acaso colonia tanto más honrada e ilustre cuanto más limpia
de semejantes torpezas?».
S. Agustín deja entender que la afición a
las prostitutas no era sólo
de los catecúmenos, todavía ligados a sus antiguos vicios, sino también
de los cristianos oficiales y corrientes. Parece ser que habló sobre este
delicado tema de la prostitución a ruegos del obispo de Bula, ciudad situada entre Nipona
y Cartago, actual Hamann Derradj. La alusión al caso de Simitu aleja toda duda sobre
la postura que, según S. Agustín, debían tomar
los cristianos contra la tolerancia social
de la prostitución. La obscenidad en
general y la prostitución en particular suelen ser el mejor termómetro para medir el grado de corrupción
social: «Hermanos y vecinos de esta
ciudad de Bula, dijo, en casi todos
los alrededores de este lugar ha enmudecido la infame lascivia. ¿No os avergonzáis de que sólo en
vuestra ciudad subsista el torpe
comercio? ¿Es que a la vez que compráis
y vendéis trigo, vino, aceite, animales y otros géneros en los mercados romanos, queréis también comprar y
vender la torpeza? Quizá cuando
vienen aquí al mercado los forasteros, lo primero que les preguntáis es
esto: ¿queréis mimos y meretrices? En Bula
las tenéis. ¿Y pensáis que es para vosotros una gloria? Pues yo no sé si cabe
mayor infamia. Os lo digo con
inmensa pena, hermanos: las ciudades vecinas os condenan ante los hombres y en
el tribunal de Dios. Todo el que
quiere implantar semejantes abominaciones,
acude a vosotros como a especialistas en la materia. De aquí llevan esta clase de personas indignas a nuestra ciudad de Hipona de donde tales
inmundicias casi han desaparecido». Las alusiones agustinianas a la prostitución como
algo socialmente condenable son
frecuentes sobre todo en las cartas y
en los sermones. Creo, no obstante, que los testimonios citados son suficientes para demostrar que, según S. Agustín, toda forma de prostitución es algo
humana y socialmente abominable
contra Dios, contra la naturaleza y
la dignidad humana de las mujeres que se prostituyen y de cuantos las promocionan para tal género de vida.
15. Presencia de la mujer en actividades revolucionarias
Los donatistas fueron los que socialmente
causaron más tormento a S. Agustín. Y es en relación con este grupo subversivo dentro de la crisis general del
Imperio que hace referencia expresa a
grupos feministas implicados en actos terroristas. Los donatistas, como queda dicho, eran perturbadores sociales de profesión. Su comando de choque
eran los circunceliones. En la crónica agustiniana sobre esta secta terrorista aparece ya a la cabeza del
movimiento una mujer, Lucila. Es de suponer que a lo largo de casi cien años numerosas mujeres militaron en la secta.
Refiriéndose a su tiempo S. Agustín
hace mención expresa de dos ex-monjas,
probablemente españolas, y de mujeres activistas por lo general solteras empedernidas. Ambas referencias se encuentran en la carta al donatista Eusebio, al
que, por si no estaba enterado, le recuerda lo siguiente: «Añadiré también otra cosa: un antiguo diácono español, llamado
Primo, recibió la prohibición de acercarse al convento de las monjas. Por haber despreciado la orden fue removido de
la clericatura. Irritado él se pasó a los donatistas y fue rebautizado. Dos monjas (...) fueron arrastradas, o se
fueron ellas tras él, siendo también
rebautizadas. Ahora están con las partidas
de los circunceliones, con esas
manadas vagabundas de mujeres que no
quieren casarse para no someterse a ninguna
disciplina. Ahora se divierten orgullosamente en regocijos báquicos y abominables borracheras, celebrando que les hayan autorizado esa licenciosa y perversa
conducta, que la Iglesia Católica no
les permitía». El liderazgo de
Lucila en los orígenes del donatismo y la
referencia a los dos grupos femeninos señalados son hechos que autorizan a pensar en la presencia
activa de las mujeres en los
movimientos políticos y revolucionarios contemporáneos de S. Agustín. NICETO
BLÁZQUEZ, O.P.
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